Se cumplen veinticinco años sin Krzysztof Kieślowski. Tal día como hoy fallecía de repente el gran clásico europeo del cine de autor de los 90, de un infarto, en su casa de Varsovia. De cómo venimos echándole de menos, nos pueden hablar las crisis continentales, de todo orden (económicas, identitarias, de valores y, ahora, pandémicas), que venimos padeciendo desde su ausencia. Más que nunca si cabe, sentimos la urgencia de reencontrarnos con él. No en vano dejó dicho que, cuando le necesitáramos, siempre estaría aguardándonos: en su filmografía.
Maica Rivera. Foto portada: libro Tres colores: Rojo (Paidós).
Fue aquélla la primavera de la orfandad. El estupor ante la muerte de Krzysztof Kieślowski pronto dejaría paso a un hondo vacío en tantos cinéfilos aquel 13 de marzo de 1996, ese mismo público que aún hoy sigue tratando de consolarse con la idea de que el cineasta polaco se marchó porque ya nos lo había contado todo. ¿Acaso en el don de la revelación se puede ir más allá de la secuencia de las marionetas de La doble vida de Verónica?
“Todos los libros y todas las películas hablan de amor o de la ausencia de amor, que es la otra cara del amor”. Era otra primavera, un año antes, la de 1995, cuando contestaba esto, la respuesta superlativa en la que convergían todas las grandes preguntas posibles, en Perugia, al crítico de cine y guionista italiano Serafino Murri en una entrevista (“El aroma del aire”) que quedaría recogida en un libro de Mensajero. Esta publicación, muy bien editada, presentaría al polaco con todos los honores como “un buceador incansable en el misterio de la existencia humana”, apasionado por temas como el destino de la persona y el sentido de la sociedad y la Historia.
Así se nos revelaba por primera vez en el famoso Decálogo, una serie de filmes (1989-1990) de una hora para la televisión, cada una de ellas inspirada en un mandamiento. Como declaró Kieślowski, “en general, el mensaje de las diez películas, si es que existe, es el de buscar a Dios en otras cosas que vayan más allá de Dios“.
Tres Colores: Rojo sería en los 90 la última enseñanza, cima poética de un realismo que reventó todas las costuras metafísicas con un apoteósico canto de cisne en torno a la esperanza, hermanado para siempre con el poema Amor a primera vista de Wislawa Szymborska.
Para el experto cinematográfico barcelonés Salvador Montalt, autor de un análisis crítico sobre el filme publicado por Paidós, “Tres Colores: Rojo (Trois coleurs: Rouge, 1994) es la película culminante de la trayectoria de Krzysztof Kieślowski, cuyo estudio nos permite abordar la magnitud artística e intelectual de la obra de uno de los escasos cineastas que, con su creatividad inquieta y desde su profundo humanismo, ha aportado una voz audaz, lúcida y sugerente en una época, las postrimerías del siglo XX, marcada por el fracaso de las ideologías“. Este libro, que vio la luz en 2003, elogia “la exploración pletórica de las posibilidades expresivas del lenguaje cinematográfico” de Rojo , que cataloga como “inesperada obra testamentaria”, debido a que Kieślowski fallecía dos años después de rodarla y tras anunciar su retirada aun antes de su estreno. En resumen, a partir de las relaciones entre diferentes personajes, la cinta propone “un juego con el espectador para levantar la máscara de las apariencias, hallar la verdad de lo real y abrir nuestra percepción“. Efectivamente, en este largometraje, protagonizado por el tándem excepcional de Irène Jacob y Jean-Louis Trintignant, que indaga sobre la fraternidad en la sociedad contemporánea, percibimos “una implicación personal, una proyección de la propia mirada al mundo por parte de Kieślowski“. Y es así como este precioso legado, que nos llega a través de un iris limpio, abierto y transparente, desafía el paso del tiempo, marcando una estela literal de eternidad .
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