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FEBRERO AUSTERIANO

Febrero es el mes más austeriano. El día 3 de este mes, su cumpleaños. Y más adelante, el 26, se conmemora en Brooklyn el Día de Paul Auster. Lo celebramos por adelantado con una breve reflexión personal ad hoc sobre la figura del genio y su obra, el literato y su proyección más allá de la página. Porque su palabra cinematográfica es eterna pero revisable por épocas vitales, no tanto las suyas como las del lector/espectador.

Texto y foto: Maica Rivera


 

A punto del cambio de siglo, me quedé huérfana de Kiewslowski. Perder a mi profeta de cabecera me hizo refugiarme en mi filósofo de guardia, Paul Auster. Diez años después, con los 59 cumplidos, Auster sería distinguido en Oviedo con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras no sólo por su “contribución relevante a la cultura universal en el campo de la Literatura” ni sólo por “la renovación literaria que ha llevado a cabo al unir lo mejor de las tradiciones norteamericana y europea” sino también, y según el acta del Jurado, por “innovar el relato cinematográfico”. Pasaría otro año más hasta que llegase, en retrospectiva, una de mis más dulces epifanías austerianas: el estreno de La vida interior de Martin Frost en 2007. 

Toda una implosión artística, de cine y metacine, intertextualidades de la vida mediante, a 451 grados Farenheit. Cuando vi la película en la sala de proyección, me pareció ver arder los apuntes universitarios: asistí a una genuina masterclass no de cine ni de literatura sino de Filosofía

Recuerdo que fue fundamental para mí el disponer como asidero del libro homónimo, entonces editado por Anagrama, y ahora disponible en Booket.

Sobre todo, para no instalarme cómodamente en la fábula con mis palomitas en el regazo, es decir: para no desatender el enigma. Martin Frost, en cine David Thewlis, es un novelista que decide pasar unos días en la casa de campo de unos amigos para desconectar de la escritura.

Allí despierta la primera mañana con una chica medio desnuda en su cama, Claire Martin, que dice ser la sobrina de los dueños; y, tras la irritación inicial, muy pronto se desata entre ambos el amor y el deseo. 

Aislado del mundo exterior, y fascinado como se halla por la belleza e inteligencia de la joven, Martin encuentra inspiración para escribir una nueva historia con una vieja máquina, cuyo desarrollo traspasa los límites de lo racional. ¿Y quién es ella en el filme? Irène Jacob, musa por excelencia del polaco Krzysztof Kieslowski, y ahora frágil Eurídice del norteamericano. Qué causalidad supuso aquello para mí (hube de releer los Experimentos con la verdad).

Como en los casos anteriores de Smoke (1995) y de Lulu on the bridge (1998), este relato fantástico fue concebido como una película desde el primer momento. De bajo presupuesto, eso sí; y tuvo una trayectoria intrincada. Para ser exactos, al principio fue el guion de una cinta de media hora que un productor alemán le pidió a Paul Auster para una serie de Cuentos Eróticos. El proyecto se encalló, Auster lo dejó de lado, y comenzó a escribir El libro de las ilusiones donde insertó indirectamente la historia de Martin Frost como una de las últimas películas de Hector Mann. Finalmente, la reconvirtió en el guion del largometraje que conocemos. 

CINE, VIDA, FILOSOFÍA Y VUELTA A EMPEZAR

Entre tanta peripecia, no se debe pasar por alto lo fundamental: que la narración austeriana acuñaba con Frost unas nuevas maneras que habríamos visto despuntar en el autor apenas unos meses antes, en los Viajes por el Scriptorium, una mirada girada hacia sí mismo, posiblemente demasiado explícita que no sabíamos cuánto más le duraría -y que ahora sabemos que, en efecto, estiró más de lo debido-. En resumidas cuentas, ocurría que Auster daba la vuelta como un calcetín a la arquitectura de su primera metafísica (sí, esa metafísica de la que años después, cara a cara, me renegaría). Pasó de abrirnos las cortinas del abismo insondable tras lo cotidiano a embarcarnos en un viaje en sentido contrario, de  lo extraño a lo familiar; y esto no implicó, en ningún momento, que Paul se nos hiciera más inofensivo, ya que La vida interior de Martin Frost, que guionizó y dirigió, de cuento apenas tuvo en algún momento la apariencia, siempre fue una sonrisa que pronto enseñaba los dientes afilados de la posmodernidad abisal.

Eso sí, para hacer justicia, hay que valorar que, ante todo, Auster nunca deja de ser un caballero: poeta, elegante y refinado. Ahí podemos  excusar casi todas las licencias líricas del rodaje, el ritmo y los excesivos flashbacks en blanco y negro. Lo mismo en relación a la intervención de Sophie Auster en el papel secundario de Anna, que cierra (¿abre?) otro círculo del laberinto. Ahí quedan sus ojos de Alicia carrolliana, perforando la cámara, idénticos a los del padre, el director, el guionista al otro lado del espejo.

Siempre he pensado que la ligereza con que se nos transmitió aquella narración endemoniada del tal Martin Frost, tanto en libro como en cine, es, en el fondo, el mejor disfraz para camuflar lo que en verdad late en este laberinto de metaficciones:  un juego de tensiones bien serio. Entre el idealismo de George Berkeley y el empirismo de David Hume, ni más ni menos. Es más, he llegado a convencerme, con los años, de que, al final de la partida, gana Berkeley e, incluso, Platón. Por supuesto, Auster jamás querría hablar de ello. 

Pero es innegable que dos tonos se alternan, algo que se percibe mejor en el filme que en papel. El primero de ellos nos atrapa entre el planteamiento y el nudo, irradia desesperación y soledad, escepticismo lejos de la trascendencia. Somos ahí unos melancólicos del equipo de Hume. El otro tono, radicalmente opuesto, se reserva para el desenlace y se corresponde con la contemplación del escritor como mente dinámica y redentoraAuster escribe sobre el escritor que escribe sobre el escritor que escribe. Y yo, la verdad, jamás podría resistirme a conceder, al último escritor, la naturaleza divina del motor aristotélico, aunque bien sé, insisto, que el Auster de hoy, mecanicista, renegaría.

Pero quedan las pruebas. Se salta todas las barreras de la ficción, y nos coloca su apellido del revés (Restau), libros de sus autores favoritos (Kafka, Shakespeare, Salman Rushdie…) y sus auténticas fotografías familiares en la casa de la película (ay, ese lento travelling inicial), también pone parte de su discurso anti-Bush en boca de un secundario y su propia voz a la narración en off. A mí no me engaña, tengo claro su linaje. Lejano, tal vez, pero es primo hermano de mi amado Kieslowski. Y como dijo Hölderlin, sólo creen en lo divino aquellos que también lo son. Aunque sólo sea por ese instante goethiano de cine, vida y poesía. Detente, Auster, eres tan hermoso.


LO

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