‘La leyenda del samurái y la mariposa azul’, Premio SM El Barco de Vapor 2024, es el libro ideal para festejar el Día Verde de Japón que se celebra tradicionalmente el 4 de mayo.
Por Maica Rivera
27 abril, 2024
“Dime, samurái, ¿te has fijado alguna vez en la atenta belleza de las flores?”. Léase con desafío. Porque la niña protagonista de esta novela tan especial no se corta ni un pelo con el aguerrido guerrero al que acompaña en la aventura, con quien se pasa las horas discutiendo –para nuestro regocijo–, a lo largo de un camino por el espléndido paisaje natural japonés, en una aventura peligrosa, mítica e incluso espectral. Tienen la misión de llevar una mariposa del monte Fuji al Emperador, que ha decidido, por una vez, no causar daño a los espíritus de la naturaleza sino tan solo cumplir el deseo de ver el azul de sus alas, el más intenso del mundo, antes de perder la visión de ese color a causa de la maldición de una yamamba (bruja). Es así como el samurái y la pequeña emprenden una difícil contrarreloj –acechan, al menos, cuatro temibles enemigos– porque la mariposa, bautizada con el nombre de “Akari”, morirá al poco de encontrarse alejada de los fuegos del Fuji; y la niña aprovechará el trayecto hacia la ciudad imperial para hacer preguntas “sin autocensura ni filtros adultos”, y, claro, el samurái se sentirá molesto, dando lugar a una fábula fresca y divertida, que destila un sentido del humor muy peculiar mantenido voluntaria y voluntariosamente hasta el final, según confiesa el autor, Pedro Caldas. Ironía y delicadeza, a partes iguales.
Lectores, contempladores y aventureros (de la naturaleza)
El tira y afloja dialéctico de ambos personajes principales tiene como puntos clave la repetición de esa fórmula mágica citada que incorpora el sintagma “la atenta belleza” y que nos despierta del ensimismamiento para llamarnos a la plena contemplación. Por ejemplo, el samurái es todo un experto en buscar peligros en la oscuridad, pero, ¿acaso se ha fijado alguna vez en la atenta belleza de la luz? Percibimos una fuerza sobrenatural en esos derechazos verbales que la niña le va propinando alegremente, a los que él responde girando la cabeza de golpe, clavando la mirada como un halcón preparado para atacar a su presa, instintivamente dando un paso atrás y pidiendo explicaciones con severidad a su atrevimiento. La respuesta infantil es sencilla, certera, diríamos que esencial, aunque las primeras veces, como en esta ocasión, nos llega con un ligero tartamudeo: la última luz del día se ha abierto paso entre las nubes, y es tan hermosa que no quiere que su compañero se la pierda. Siguiendo su indicación, el guerrero levanta la vista con desconfianza hacia las nubes incendiadas por el sol y sigue con atención los haces de luz que desciende para entretejer un bordado de intrincados motivos entre los árboles, y, por primera vez tras dos días de viaje, abre sus manos, el aire tiembla sobre ellas con el fulgor de cien estrellas con la delicadeza de una gota de lluvia, y ante los ojos de nuestra imaginación debuta el vuelo de la mariposa fuji, cuya belleza es incluso más ardua de atrapar con las palabras que con los dedos, acaso se asemeja al “lento trueno”, “el río suspendido” o “la hoja de lluvia”.
Triunfo de la naturaleza y el amor (sobre la muerte)
“El entorno japonés me llevó al simbolismo de la cultura japonesa; más concretamente, al amor a la naturaleza proveniente del sintoísmo, que es una religión que trata con la veneración de dioses a las montañas y a los bosques”, explica Caldas. Y la mariposa, el color azul y el monte Fuji esconden su significado: “ese azul único en el mundo del que hablo representa la belleza que nos da la tierra y que pasa desapercibida a nuestros ojos por el simple hecho de que no le damos la menor importancia (hasta que vemos que estamos a punto de perderla para siempre; entonces sí nos llevamos las manos a la cabeza y queremos hacer de todo para no perderla); y la mariposa simboliza la fragilidad de la naturaleza, pero también el poder de la transformación; el Fuji, la fuerza de la naturaleza, pero también es un símbolo de identidad para los japoneses, y dejarlo morir es matar nuestro vínculo con la tierra, matarnos un poco a nosotros mismos”.
Ésta es, en efecto, una historia de transformación y de transformaciones, como no podía ser de otra manera. Mucho antes del final, la niña y el samurái se habrán convertido en buenos amigos, y al final de un camino de baldosas amarillas propio, todos recuperarán algo perdido. Quedará muy clarito el salto natural del respeto por la naturaleza a la compasión y el amor por los semejantes. Sí, por todo eso debe de ser que Pedro Caldas quiere que nos fijemos en la atenta belleza que nos rodea, “esa toma de conciencia nos hace más humanos y menos máquinas: parar, mirar y observar, solo así podemos nutrirnos y valorar lo que tenemos y lo que la vida nos ofrece para amarla, porque no podremos proteger aquello que no seamos capaces de valorar ni de ver”.