A principios de junio recordamos la ejecución de Adolf Eichmann, un criminal de guerra nazi que, después de la derrota del Eje en la II Guerra Mundial, había logrado escapar de Europa y refugiarse en Argentina. Fue ahorcado en 1962, un año después de que, el 11 de mayo, un comando del Mossad lograra secuestrarlo y trasladarlo hasta Israel. El juicio en el que se decidió el final de Eichmann fue un acontecimiento mundial, y despertó la curiosidad de Hannah Arendt.
Juan Bagur Taltavull. Foto portada: Detalle de La promesa de la política (Austral)
Le cayó en suerte el mismo destino que a otros de sus camaradas, que, menos afortunados en su intento de eludir un juicio por crímenes contra la humanidad, habían sido ajusticiados –o se habían suicidado– como consecuencia de los Juicios celebrados en Núremberg entre noviembre de 1945 y octubre de 1946.
A Hannah Arendt el juicio le interesaba por tres motivos: por su condición judía, por su origen alemán, y por su profesión de filósofa. A raíz de la subida de Hitler al poder en 1933 se había exiliado, pasando por diversos países hasta establecerse definitivamente en Estados Unidos desde 1951; y ese mismo año, había publicado uno de los primeros libros que trataron de comprender la negra historia política del siglo XX: Los orígenes del totalitarismo. Diez años después, esta mujer que por reflexión y experiencia podía comprender lúcidamente el nazismo, acudió a Jerusalén para cubrir el Juicio como reportera de The New Yorker. Pero lo que nos dejó fue mucho más que un conjunto de crónicas, porque a partir de ellas escribió el sensacional libro Eichmann en Jerusalen (1963). A pesar de su profundidad, fue una obra muy vendida, sobre cuya génesis hizo una magnífica película Margarethe von Trotta en 2012: Hannah Arendt. Pero no es éste el filme que me ha sugerido la redacción del artículo, por mucho que me encante y lo vea todos los años con la excusa de que mis alumnos también lo hagan; sino otra que se estrenó el año pasado: Una vida oculta, de Terrence Malick. En este caso, narra la vida de Franz Jägerstätter, un campesino austriaco, beatificado por la Iglesia católica, que fue ejecutado por negarse a prestar juramento de fidelidad al Führer.
Cuando vi la película me vino inmediatamente a la cabeza la historia de Eichmann. No solamente por la obvia contraposición entre las actitudes de los dos personajes, sobre los que sería interesante escribir unas “vidas paralelas”. Sino especialmente por la razón psicológica o filosófica que explica su desigual posicionamiento ante Hitler: la actitud ante aquello que, en su libro de 1963, Arendt denominó la “banalidad del mal”.
Un concepto fascinante, fundamental para comprender la destrucción de la individualidad y el ocultamiento de la responsabilidad como consecuencia del totalitarismo. Y, como siempre ocurre con la reflexión sobre los acontecimientos históricos, un tema que también tiene mucho que ofrecernos hoy en día.
La ida de la “banalidad del mal” es sencilla: significa que la maldad no es algo radical, profundo, ni de locos, sino una condición que triunfa a partir de su normalización.
Lo banal es aquello que se da por sentado, que no se cuestiona porque es la norma, y que forma parte de nuestro día a día en tanto que es una costumbre. Precisamente, lo que más le llamó la atención a Arendt sobre Eichmann fue que era una persona normal. No tenía cuernos, rabo, ni barba de chivo: era un hombre de carne y hueso. Pero exactamente lo mismo podemos decir de Franz Jägerstätter, y de tantas otras personas anónimas que han existido a lo largo de la historia: tampoco él tenía alas o superpoderes. Era un hombre ordinario, que frente a la banalización del mal optó por la coherencia con sus valores, y, aunque lo fácil era dejarse arrastrar por la corriente de las ideas en boga, prefirió la ardua tarea de navegar contracorriente guiado por su conciencia.
HEGEMONÍA CULTURAL Y PSICOPODER
En este sentido, no es casual que las ideologías siempre tengan como primer objetivo la conquista de las conciencias. Algunos años antes que Arendt, Antonio Gramsci también se dio cuenta, cuando acuñó el concepto de “hegemonía cultural”. De acuerdo con esta noción, en toda sociedad existe un sistema de ideas y creencias que rige los comportamientos de la gente, erigiéndose en norma y sentido común. De ahí que el éxito para cualquier ideología dependa no tanto del triunfo en unas elecciones o del control de los parlamentos, como de la penetración en la mente de los ciudadanos. Algo que los nazis entendieron perfectamente, y la razón por la que Joseph Goebbels creó en 1933 el primer Ministerio de Propaganda de la Historia. Aunque no fueron ni mucho menos los únicos, tal y como evidencia el hecho de que el concepto de propaganda se hiciera famoso durante la Guerra Fría entre comunistas y capitalistas. Y tampoco es algo de lo que hoy en día estemos protegidos, porque las nuevas tecnologías, con todos sus beneficios, también presentan enormes peligros para la libertad humana. El filósofo surcoreano Byung-Chul Han lo describe perfectamente en libros como En el enjambre (2014), donde expone las consecuencias de lo que llama el “psicopoder”: la capacidad que, en nuestro presente, tiene el poder para penetrar en la mente de los seres humanos, convirtiéndonos en individuos aislados que somos a la vez controlados y controladores.
La banalidad del mal, por lo tanto, es la adhesión pasiva a la normalidad compartida, mientras que la coherencia con la verdad es un combate difícil con la realidad percibida.
Supone ir a la contra del grupo cuando éste se comporta erróneamente, y por lo tanto implica la defensa de la persona. Aunque la individualidad –que no individualismo, puesto que una cosa es defender la iniciativa personal y otra muy distinta comportarse como un átomo egoísta– sea un valor bastante asentado en el mundo actual, no es ni mucho menos algo natural. De hecho, es una de las conquistas más difíciles de la civilización, y tiene orígenes muy diversos. Isaiah Berlin en El sentido de la realidad (1998) los encuentra en la filosofía estoica, porque sería la primera escuela cuyos integrantes hicieron del sujeto y no del Estado el centro de sus reflexiones; mientras que Shlomo Pines en un libro no traducido al español –The development of the notion of Freedom (1984)- lo vincula al judaísmo. Entre otras cosas, porque para esta religión, a pesar de su comunitarismo, la relación directa con Dios se constituyó en un factor diferenciador con respecto a otras religiones que, como la romana, eran más políticas. Recogiendo ambas ideas, en su reciente Dominio: una nueva historia del cristianismo (2020), Tom Holland lo identifica con las enseñanzas de Jesucristo, aunque antes que él también lo hizo Étienne Gilson al mostrar su importancia para el desarrollo del concepto de “persona” en El espíritu de la filosofía medieval (1932). Por su parte, otros autores como Steven Pinker en En defensa de la Ilustración (2018) identifican la idea de individualidad con este movimiento intelectual del siglo XVIII. Aunque, precisamente, el ya citado Isaiah Berlin consideraba que también el romanticismo decimonónico es otro de sus orígenes, porque exaltaba no tanto el sentimiento como la creatividad personal.
UNA BRÚJULA EN EL CAOS
En cualquier caso, parece que lo “natural” es la disolución de la persona en el grupo, ateniendo a lo que, en su autobiografía intelectual y citando a Karl Popper, Mario Vargas Llosa denomina “la llamada de la tribu”. Y no es que sea malo formar parte de una tribu, en mi opinión, porque el ser humano es por esencia social. Lo peligroso es no equilibrar esta tendencia con la que es más difícil de desarrollar, la personal. Dejarse arrastrar por la normalidad no es necesariamente malo, porque las normas son básicas para la convivencia humana. Pero, ahora bien, es fundamental conocer su origen y sentido. Eichmann, y otros tantos individuos que por acción u omisión cimentaron estados autoritarios o totalitarios, no se hicieron ninguna pregunta al respecto. Jägerstätter sí lo hizo, porque su conciencia le obligaba. Aunque las distintas capas que conformaban su circunstancia vital –la familiar, la social, la nacional, la ideológica, la política– le mantuvieran impasible ante los acontecimientos que veía, había algo que le dejaba inquieto: su sentido moral. Todo lo demás podía vivir con el engaño, pero aquello no, porque la conciencia es un “fondo insobornable”. Así la definía Ortega en “Ideas sobre Pío Baroja” (artículo publicado en 1916 en el tomo primero de El Espectador) porque, escondida en lo más hondo del animal social, conecta directamente con su percepción de la realidad. Es nuestra brújula en medio del caos existencial, y aunque los poderes e ideologías puedan ensuciarla y llenarla de polvo y herrumbre, desde ahí sigue orientándonos. Solamente hay que desenterrarla y limpiarla de vez en cuando, para que no pierda su función.
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