Finalista del XXIII Premio Azorín de Novela, Las calicatas por la Santa Librada (Drácena) se nos presenta como un retrato “sarcástico y conmovedor que desborda las convenciones novelísticas por la variedad de materiales (documentos administrativos, sentencias judiciales, artículos de prensa, cartas…) que lo constituyen y el puñado de relatos que lo integran desde el humorismo, a veces descarnado y, en ocasiones, de emocionante ternura”. Nos da todos los detalles su autor, Gastón Segura.
Literocio. Fotos: Maica Rivera
LO: ¿Qué nos puede explicar de la anécdota real que es el origen de Las calicatas por la Santa Librada?
GS: En efecto, se trata de un hecho real; un teniente y dos soldados estuvieron durante dos años buscando una locomotora por toda España, recién acabada la Guerra Civil. Yo conocí el caso por mi amigo Jesús Aparicio, que había entrevistado para el semanario La Calle, hacía ya unos cuantos años, al teniente en cuestión y que, según me dijo, pensaba entonces escribir una novela sobre el asunto; esto ocurriría durante 1994 o 1995. Cuando meses después, Jesús murió y entre sus papeles, los amigos que se hicieron cargo del fallecimiento, no encontraron nada sobre una locomotora, me dispuse a escribirla yo.
LO: El título ya produce cierto extrañamiento en el lector, ¿cómo equilibró la vocación histórica con la ambición literaria?
GS: El título es una advertencia del estilo que el lector se va a encontrar en el cronicón, más que novela. Es decir, es algo más añejado que el lenguaje usual de la época, pero me pareció imprescindible avejentar el lenguaje narrativo, no así los diálogos, para introducir al lector en una especie de desván cerrado y polvoriento; esa sensación a tiempo clausurado la consideraba crucial para que el lector se sintiese transportado a otra época.
LO: ¿Cómo articuló la ficción alrededor de la Historia?
GS: El problema fue que se me “apareciese” el protagonista, el teniente Polo; tardó unos tres meses de probaturas y fracasos; en cuanto se me “apareció”, él fue, por así decirlo, dictándome los acontecimientos. En cuanto a la Historia con mayúsculas, estaba ya ahí, como ineludible telón de fondo y, a veces (las menos), como derrotero.
LO: ¿Cuál fue el mayor desafío en la novela, tomada como testimonio de una época?
GS: El de siempre, y de ahí el añejar un tanto el lenguaje: sumergir al lector en ese tiempo ya periclitado. O sea, que el lector se instalase allí, entre todas sus limitaciones y todos sus excesos; que lo viese, lo sintiese y lo oliese. Creo que lo conseguí, según me corroboraron los escasos testigos del momento que la han leído.
LO: ¿Y su mayor disfrute como autor al escribirla
GS: Ah, las carcajadas que me producían determinadas peripecias adonde me conducía el protagonista. Por ejemplo, la aparatosa búsqueda de la mesa de billar o el relato sobre el balneario; son ocurrencias dictadas por el protagonista ante las que yo me dejaba guiar sin saber en dónde y cómo concluirían.
LO: ¿Cómo fue el proceso documental? ¿Cuánto tiempo le llevó y a qué fuentes acudió?
GS: Prácticamente fue simultáneo a la escritura; amén de dos extensas historias de la Guerra Civil y documentación sobre la II República, fui leyendo diariamente en la Biblioteca Nacional el ABC, desde el Día de la Asunción de 1939 hasta San Isidro de 1941, que es el tiempo que abarcan las tres calicatas; a veces, claro, consultaba el BOE para leyes y nombramientos, y, a veces, La Vanguardia u otros periódicos, como el Diario de Burgos; y claro otra documentación técnica muy específica, como mapas, códigos, catálogos y, sobre todo, anuncios, muchos anuncios, para conocer el precio y la marca de los escasísimos productos cotidianos.
LO: ¿Cómo consiguió los altos valores de oralidad del relato?
GS: Bueno, esa fue una preocupación que resolví por casualidad. Yo sabía que entonces no se hablaba como ahora sino en una tonalidad más aguda; lo que implica, se quiera o no, unas opciones semánticas determinadas. Y, vaya, descubrí una noche, ya digo, por casualidad, que en la Segunda Cadena de RTVE pasaba un ciclo de comedias españolas de los años cuarenta, a eso de las tres o cuatro de la mañana. Así que me ponía el despertador y trataba de ver entre veinte y cuarenta minutos de cada película; no para extraer el uso semántico que, como los argumentos, era artificioso y ridículo, sino el soniquete que empleaban los actores y, por tanto, que reproducían los españoles de entonces al hablar. Con ese soniquete en la cabeza, ya podía dialogar, porque esa tonalidad me indicaba qué voces escoger y cuales desechar para componer un diálogo.
LITERATURA SIN IMPOSTURA
LO: Humor y sarcasmo, ¿qué función cumplen en la historia? ¿Y la ternura?
GS: Se trataba de sumergir al lector en un país militarmente ocupado y sometido a cualquier tipo de arbitrariedad, entre una escasez ineludible. Y he aquí que el humor, si era descarnado, conseguía la estampa perfecta y, encima, convertía al relato en heredero de la novela picaresca, que es la mejor y más genuina novela de nuestra lengua. En cuanto a la ternura, era el respiro que se concedían los propios personajes para soportar aquella circunstancia atroz.
LO: Krahe fue su lector cero, ¿verdad? ¿Qué recuerdo guarda de aquello?
GS: Gratitud; una inmensa gratitud. Sin su apoyo, quizá, no hubiese concluido semejante cronicón.
LO: Julio Llamazares destaca el rico lenguaje de esta novela, pero siente especial debilidad por la primera de sus obras publicada en Drácena, Los cuadernos de un amante ocioso (2012), ¿por qué?
GS: Bueno, él dice que Los cuadernos, por su ironía —nada que ver con el humor descarnado de Las calicatas—, es mi mejor tarjeta de presentación. Y yo, claro, acato su criterio.
LO: Tres años después, la editorial acogió su novela negra Las cuentas pendientes (2015), ¿cómo valora su incursión en el género?
GS: En realidad fue un encargo de Moncho Alpuente para una colección del género que iba dirigir. Ya había escrito y publicado, en 2008, Stopper, que fue mi primera (entonces pensaba que única) incursión en este género y que fue muy bien acogida en EEUU. A Moncho le impresionó Stopper y me encargó algo que se convirtió en Las cuentas pendientes, y que desgraciadamente resultó casi anticipadora, por algunas concomitancias muy evidentes (serendipia lo llaman), en cuatro años al asesinato de la viuda del antiguo presidente de la CAM.
LO: Después llegaría Un crimen de Estado (2017), ¿fue la evolución natural de la línea emprendida con la anterior novela?
GS: No, nunca hay en mí una evolución premeditada (lo que no quiere decir que no la haya aunque yo no sea consciente); más bien encuentro un asunto que me sugestiona, y luego espero a su protagonista, que será quién me dicte el tipo de lenguaje a emplear. Este lenguaje me impondrá la estructura. En la ordenación de la estructura del relato intervengo más, el resto lo dejo en manos del protagonista: él elige el campo léxico, el punto de vista desde dónde se relata y, claro, las peripecias que suceden. De ahí que deba esperarlo y desechar muchos posibles protagonistas que se resisten a adueñarse de la vaga trama inicial, porque no casan o se sienten incómodos con el asunto a relatar.
LO: ¿Hacia dónde se encaminan sus próximos proyectos como autor y editor?
GS: Ahora estoy pendiente de la lectura de mi última novela, que naturalmente no la hago yo. Solo aguardo a ver qué dicen mis lectores. En cuanto a editar, colaboro con Drácena, pero somos un grupo y se van conjugando criterios… En fin, seguimos en nuestra tarea de publicar literatura sobre cualquier otro criterio, y, de momento, y contra lo que pudiera parecer, ahí estamos.
LO