Un debate presente en cualquier arte es el que nos lleva a pensar en la relación entre lo nuevo y lo viejo o, si se prefiere, entre innovación y tradición. Cualquiera que se siente a escribir o a realizar cualquier otra actividad estética se plantea ese primer movimiento, pincelada o frase que le llevará hasta el cierre de la obra. En ese primer paso está ya la idea de una forma u estilo, manera de contar o mostrar por la que surge la idea de lo recogido de la cultura, de lo que otros han hecho.
Joaquín M. Aguirre. Imagen portada: El caminante y su sombra (Edimat)
No hay artista natural; todos nacen en las camadas de su tiempo, rodeados de lecturas, de estímulos estéticos y éticos, que se irán remodelando en nuestro interior dando forma a nuestras ideas y experiencias.
Durante siglos, se consideró que la conexión con lo ya hecho era esencial para el arte. Tenía sentido porque el artista no se veía a sí mismo como alguien alejado de la tradición, sino un continuador en lucha con unos modelos reconocidos. El artista tenía una situación social y psicológica muy diferente; trataba de aprender de los maestros, tenía modelos a los que tenía como referencia y respetaba. El arte se aprendía precisamente de los maestros porque no existía un concepto orgánico del artista, sino más bien lo contrario.
El recientemente fallecido Harold Bloom formuló precisamente su teoría más interesante en la idea del comienzo de un momento histórico, básicamente el romanticismo, en el que se empieza a deteriorar la idea del artista continuador, admirador de los clásicos, y surge la del hijo rebelde, fáustico o prometeico, alguien que rechaza la herencia y busca sorprender con caminos nuevos. La idea de “vanguardia” es precisamente la contrapuesta a la del “clasicismo”, una mira hacia adelante, la otra hacia atrás.
Nietzsche siempre es una fuente de ideas anticipadas. Él mismo es una figura nada convencional. En El caminante y su sombra, obra de 1879, un texto repleto de interesante ideas sobre la cultura del libro, la escritura o la recepción, Nietzsche escribe:
La convención artística. —Tres cuartas partes de lo que escribió Homero es convencional y lo mismo ocurre con casi todos los artistas griegos, que no sentían necesidad alguna de dejarse llevar por ese furor de la originalidad que caracteriza a los modernos. No tenían miedo alguno a lo convencional, ya que era para ellos un modo de comunicarse con el público, pues los convencionalismos constituyen un procedimiento para ser entendido por el oyente, un lenguaje común laboriosamente aprendido, en virtud del cual el artista puede realmente comunicarse. Sobre todo cuando, como los poetas y los músicos griegos, se pretende salir victorioso de inmediato con la obra de arte (por estar acostumbrado a luchar en público con uno o dos contrincantes). Constituye, asimismo, la primera condición para ser entendido al momento, lo cual sólo es posible mediante lo convencional. Lo que el artista inventa más allá de lo convencional, lo añade de su cosecha, corriendo, todo lo más el peligro de haber creado una nueva convención. Generalmente se mira con extrañeza lo original, a veces incluso se le adora, pero pocas veces es entendido. ¿A qué viene, entonces, esa manía de originalidad de los tiempos modernos? (Trad. Luis Díaz Marín).
Contiene este breve texto las puertas a múltiples tratados que podrían salir de él, pues no solo se habla del autor, sino de la obra y de la relación con su público, algo que no es frecuente en la época. Tiene cierta ironía leer las palabras “furor de la originalidad” de mano de uno de los escritores y pensadores más originales que ha dado la cultura occidental y dice mucho sobre cómo el propio Nietzsche se percibía a sí mismo y al mundo que le rodeaba.
Nietzsche entiende la tensión entre lo nuevo y lo viejo y los efectos que eso tiene sobre la comunicación artística, literaria en este caso. Los románticos habían sacralizado a Homero, a Shakespeare y a Cervantes, entre otros, considerándolos como fuerzas renovadoras de la tradición a las que otros siguieron. La oposición “clásico – romántico” pensaban se resuelve en la idea de genio, el que crea según su naturaleza y al que otros siguen imitándolo. Solo lo nuevo, venían a decir, es lo valioso.
CULTO A LO NUEVO
Nietzsche, en cambio, tiene una visión más moderna, centrada en la lectura como un objetivo comunicativo. Hay que ser entendido, lo que implica un problema para la “vanguardia”, que si desea romper absolutamente con lo anterior corre el peligro de no ser inteligible. La ironía de Nietzsche se centra entonces en lo que podríamos llamar el “culto a lo nuevo”, pese a no ser entendido. Quizá veamos este problema hoy con más claridad que entonces, ya que llevamos más de un siglo de sacralización de la novedad.
Ciertas teorías posmodernas de la cultura entendieron que la cultura no es novedad, sino un equilibrio entre lo viejo y lo nuevo, entre lo conocido y sus posibles variaciones.
No es casual que fuera Jorge Luis Borges quien recibiera el aplauso de los posmodernistas como John Barth, que lo convirtió en una referencia. Pensemos en un cuento del escritor argentino, como La casa de Asterión, que —como recordarán sus seguidores— renueva la historia del Minotauro en el laberinto de Creta “simplemente” con desplazar la voz narrativa. John Gardner repetirá el experimento de Borges, en su Grendel (1971), donde será de nuevo el monstruo, esta vez del tradicional Beowulf, quien nos muestre el mundo desde su perspectiva.
Quizá la posmodernidad ha moderado el ansia obsesiva por lo nuevo, convirtiendo la creación en un ejercicio de reciclado de lo anterior. Ya no es ni la idea imitativa de los neoclásicos, ni la rebeldía romántica y vanguardista, sino la idea de mantener la conexión entre lo viejo y lo nuevo, entre la tradición y la innovación creativa, precisamente para evitar la desconexión comunicativa, peligro cuando el único lector posible es uno mismo y, a veces, ni eso.
Hay muchos autores y muchos públicos posibles. Cada autor acaba fabricando su público. Lo contrario, que sea el público el que fabrique al autor, es menos deseable por motivos obvios y peligrosos, culturalmente hablando. Es el arte el que debe tirar de nosotros y no al contrario.
Entre la repetición total y la innovación absoluta hay amplios senderos en los que el lector se vea enriquecido con la novedad de lo que lee y al escritor pueda desarrollar su espíritu de búsqueda.
LO