David Felipe Arranz (Valladolid, 1975) es uno de los mejores periodistas de nuestro país. Impecable, en las formas y en los contenidos. De la vieja escuela, la que sigue ejerciendo la profesión con autocrítica y vocación social, somete las pasiones al rigor y hace investigación de verdad, de la que apenas existe a pesar de que tanta falta nos hace en este tiempo complejo. Todas estas virtudes, ensalzadas por un apabullante bagaje cultural, convierten Indios, vaqueros y princesas galácticas (Sial) en uno de los títulos más valiosos hoy en librerías para el lector y el cinéfilo exigente. Pura rebeldía informativa contra el ruido de tantos canales.
Texto y fotos (presentación del libro en Madrid): Maica Rivera
No hay mejor excusa para una didáctica conversación con el profesor David Felipe Arranz que esta reciente recopilación de sus trabajos sobre cine publicados a lo largo de más de una década en El Huffington Post, CTXT, El Norte de Castilla, Versión original y Making of. Cuadernos de cine y educación. El llamativo volumen también recoge artículos sobre el cine dirigido por Jerry Lewis, Robert Redford o Basilio Martín Patino, “en los que el autor intenta expresar por qué sus películas nos gustan tanto”.
Arranz, intelectual y comunicador de raza, prolífico escritor, nos retorna con Indios, vaqueros y princesas galácticas a su estilo más personal, caracterizado por equilibrar de forma muy saludable la erudición y la amenidad. Sin que nos falte en ningún párrafo la intensidad emocional más genuina del celuloide, no en vano dedica el libro a sus padres “cuyo hijo se despertaba por las noches y veía con sigilo, sin ser notado, los clásicos del cine”.
MR: ¿Quiénes son los más rebeldes del cine, los indios, los vaqueros, las princesas galácticas o quienes nos atrincheramos en las butacas de las salas que nos quedan?
DFA: Los más rebeldes son los que viven a contracorriente y no tienen amo ni señor, salvo el vasallaje de su conciencia. Algunos creemos ser epígonos –ojalá– de aquellos “rebeldes” del mundo del celuloide, de la misma manera que seguimos creyendo en que el mundo de la cultura en general, y el cine en particular, son una victoria contra el fanatismo. Por eso el sistema convierte los cines de España en supermercados, tiendas de ropa y de electrodomésticos, donde hay mucho que ver y poco que pensar. Las tribus indígenas de Norteamérica, los últimos pistoleros y cowboys y las princesas galácticas son un recordatorio permanente de nuestra lacerante docilidad y humillante mansedumbre, variante del buenismo, que es el anticipo del sepulcro multitudinario… como vemos estos días.
MR: Falta épica en la sociedad. También reflexión sobre los valores en el arte. ¿Reivindica el wéstern más por ética o por estética?
DFA: Por ambas facetas. Reivindico el wéstern como la variante estadounidense de nuestros cantares de gesta, con sus jinetes, sus caballos, sus huestes, sus mesnadas y sus duelos al sol. El Cid de Anthony Mann (1961) es un wéstern porque muchos ingredientes del género estaban en germen en el anónimo Cantar de Mio Cid. Y Los siete magníficos (1960) y Por un puñado de dólares (1964) contienen toda la épica medieval japonesa de Los siete samuráis (1954) o Yojimbo (1961), respectivamente. De ahí la épica que observamos de reojo, porque nos parece terrorífico en 2020 ver a Joan Crawford empuñar unas pistolas y disparar en la sobremesa televisual, pero no nos inmutamos con las muertes en Yemen o Siria. Vivimos en la más hipócrita de nuestras posibles Españas, y el wéstern molesta a muchos, en primer lugar porque no lo conocen, en segundo lugar porque no lo entienden, y en tercer lugar porque les han dicho otros que es políticamente incorrecto, lo que viene siendo una mirada “retail” o de ambiciones cortas. Si vemos, por ejemplo, Veracruz (1954), Centauros del desierto (1956) o El hombre que mató a Liberty Valance (1962) ahí dentro hay un breve compendio de filosofía política imperecedero y excelentemente filmado. El que quiera, que las vea; y el que no, que ponga Sálvame o muchos telediarios que, al final, vienen siendo lo mismo.
MR: Easy Rider de Dennis Hopper disparó el interés de Universal por atraer a un público joven y comprometido desde el filme independiente, ¿estamos a falta de un nuevo icono que haga esta magia?
DFA: En España tuvimos nuestros “easy riders” con Loquillo, Ramoncín, La Orquesta Mondragón, Héroes del silencio, La Unión y Gabinete Caligari, que trajeron la cultura, la música auténtica y la poesía a una España que se asomaba con demasiada timidez a la democracia. En cine tuvimos por esos años experimentando rebeldías a Basilio Martín Patino, Iván Zulueta, Fernando Trueba, Fernando Colomo, Bigas Luna y al primer Almodóvar –que a mi juicio es mejor que el de ahora–. Ellos eran los cronistas en verso y música, el “periodismo” artístico de los setenta y ochenta, que fue la revolución apacible. Es lo más parecido que tenemos a los moteros contraculturales de Easy Rider (1969) y a la generación Woodstock. Ahora nos quedan los hackers, a los que domestica el empresario a golpe de talonario, y los triunfitos que modela una productora para hacer caja… Después, son juguetes rotos. Los rebeldes de antaño son los influencers de hogaño, y no hay punto de comparación: estamos asistiendo a la decadencia, porque ahora se buscan los “likes” y no el espíritu antisistema, contracultural ni underground.
INSUMISOS, MAGISTRALES Y ETERNOS
MR: ¿Qué futuro hay después de la generación nacida en los cuarenta, Coppola, Brian de Palma, Scorsese…?
DFA: Tenemos las cinematografías siempre estimulantes de cineastas como Quentin Tarantino, los hermanos Coen, Christopher Nolan, Guillermo del Toro, Wes Anderson, Wong Kar-wai, Paul Thomas Anderson, Alexander Payne, Sofia Coppola, M. Night Shyamalan, Denis Villeneuve, Tim Burton, Richard Linklater, Steven Soderbergh, Park Chan-wook, etc. Por otro lado, conviviendo con esta generación, cada vez que clásicos como Clint Eastwood, Woody Allen o Roman Polanski estrenan película, se produce un verdadero acontecimiento, y en ellos permanece la voluntad rebelde y grave del cineasta cuajado, insumiso, magistral, único y distinto, porque ellos viven en conversación permanente con Ford, Bergman y Kurosawa. Y les sale un cine cada día más sabio porque además de contestatarios o descarados, son clásicos. Lo que es igual a definirlos como eternamente jóvenes. Así que los maestros tienen mucho futuro.
MR: ¿Por qué nos gusta tanto La Guerra de las Galaxias? ¿Y tan poquito la última trilogía?
DFA: Porque se trata de una reunión de géneros apabullante –bélico, romántico, aventurero, wéstern…– empaquetado como una sinfonía del espacio, que funciona con voluntad de autor, y Lucas así se lo tomó. No se filmaba así en Estados Unidos desde los tiempos de Howard Hawks, que es el santo patrono de toda esa generación del Nuevo Hollywood. Unos revolucionarios temerarios y una chica se embarcan en una aventura más allá de lo imaginable, pilotando naves y luchando contra fuerzas oscuras. Lucas y Spielberg son antes cinéfilos que cineastas, y se pusieron tras la cámara por su amor a los grandes maestros y a los grandes géneros. Hay mucho Tay Garnett y Raoul Walsh también en secuencias enteras de la película; después, la saga fue madurando en El imperio contraataca y El retorno del jedi, que son la trilogía galáctica sonante y viva de una gran narrativa clásica en tiempos de posmodernos. Y sin hablar del diseño de producción más asombroso de la Historia del cine desde Lo que el viento se llevó o Ben-Hur, ni de la portentosa música de John Williams. Lo que vino después es el horror esteticista, vidas digitalizadas, efectos de la nada en alta definición. Acaso se salvan Episodio III. La venganza de los Sith (2005), de George Lucas; Rogue One: una historia de Star Wars (2016), de Gareth Edwards, pero por los pelos…
MR: Matar al padre, resistencia mental frente a la autoridad… ¿qué más cosas hemos aprendido de Luke Skywalker para la vida cotidiana modernita?
DFA: Que conste que Luke no mata a su padre, Darth Vader, sino que es el emperador Palpatine el que, defendiéndose, lo fríe con aquellas descargas letales. Dejando este detalle al margen, un caballero jedi, que es mezcla del miles Christi, el samurái, el caballero artúrico y el monje budista, es ante todo un idealista y un protector de la comunidad. De Amadís de Gaula a Luke Skywalker solo hay una galaxia muy, muy lejana de diferencia… pero pensemos en Obi-Wan Kenobi (Alec Guinness), por ejemplo, y en lo quijotesco que es. En el fondo, la idea de Angelo Silesio –Johannes Scheffler– y su Peregrino querubínico (s. XVII) se asemeja toda la filosofía de los jedis: los místicos que escribían epigramas durante su retiro y su peregrinaje para acceder a lo “increado e increable” de la fuerza (divina, en el caso de Silesio), descrita en términos no solo positivos, sino también negativos.
MR: ¿Le gustó El diario de la princesa de Carrie Fisher? ¿Siente que un libro de no ficción como ese puede llegar a alterarnos las sensaciones de años de toda una saga cinematográfica?
DFA: Es un apasionante documento sobre cómo Fisher construyó a la princesa Leia y de cómo esta terminó fagocitándola y prácticamente anulando a la auténtica mujer que la había generado. El impacto social en el imaginario colectivo fue tan enorme, que le resultaba difícil encajarlo. Fisher, al igual que su madre, Debbie Reynolds, fueron dos magníficas actrices que imprimieron carácter a sus papeles. En el caso de Carrie Fisher, Leia le ganó la batalla a la intérprete y, a pesar de sus esfuerzos en Granujas a todo ritmo, Buscando a Greta, Hannah y sus hermanas o Cuando Harry encontró a Sally, jamás la miraron como a otro personaje que no fuese la princesa rebelde, tal fue el impacto de la película. Sus memorias explican precisamente este drama y es el “reverso tenebroso” real de la fuerza devastadora de Hollywood.
MR: Solo los valientes atraviesan la última frontera, la de la imaginación, nos dice para concluir la reflexión sobre Star Wars. Garci nos añadiría que él aprendió del wéstern a no disparar por la espalda. ¿Necesitamos un chute de cine del bueno para recuperar algunos principios de la sociedad?
DFA: El filósofo Stanley Cavell asegura que el cine puede hacernos mejores. En Más allá de las lágrimas, Cavell explica que es como si el cine hubiera sido creado para la filosofía. Y creo que el cine es una escuela ética de primera magnitud: los filmes de Max Ophüls, Vittorio De Sica, Roberto Rossellini, William Dieterle, Ingmar Bergman, Krzysztof Kieslowski, Michelangelo Antonioni o Theo Angelopoulos son como sesiones en la Academia en la que Platón es el cineasta, y que como sabemos fue el antecedente de las universidades. Uno nunca vuelve igual de esas películas. Estoy cada vez más a favor del cine, no solo como herramienta didáctica, sino como asignatura transversal en todos los grados. Cuando la sociedad se desvía de un norte ético o de unos valores, el cinematógrafo puede resultar un buen anclaje o un faro en el que buscar buenos argumentos para la bondad, la igualdad, la fraternidad, la justicia social… Pensemos, por ejemplo, en La dolce vita (1960) de Fellini, y en su capacidad para explicar la condición humana, la profesión periodística, la burguesía decadente y capitalina de las grandes urbes… a partir del punto de vista de Cesare Pavese, que inspiró el personaje del filósofo Steiner.
AMAR EL CINE, AMAR EL LIBRO
MR: Argumenta que el cine ha sabido plasmar el universo faulkneriano. ¿Cree que el celuloide nos cambia o completa nuestra percepción de la literatura como antaño?
DFA: Creo que la literatura y el cine son complementarios, no excluyentes. En el caso del universo de William Faulkner, la riqueza cinematográfica ha sido tan grande, que muchos hemos hecho el viaje a veces a la inversa: hemos ido de la gran pantalla al libro. El auténtico cinéfilo tiene hambre de literatura y recorrer ese camino es impagable. En el caso de Faulkner, el cine ha logrado reflejar lo que he llamado en el libro “la obsesión con la culpa elocuente”, el pecado original del Sur de los Estados Unidos, su devastador sistema de explotación humana en torno a las grandes plantaciones de tabaco y algodón. Títulos como Han matado a un hombre blanco, Ángeles sin brillo, El largo y cálido verano, El ruido y la furia o Los rateros sintetizan la crónica de ese hundimiento económico y social.
MR: Juguemos a dobles y recomiéndenos lo que desee para este confinamiento del canon literario de John Huston.
DFA: Todo Huston. Es uno de mis cineastas favoritos junto con Orson Welles, Stanley Kubrick, Alain Resnais o Wim Wenders. Pero si tuviese que elegir, La jungla de asfalto, El tesoro de Sierra Madre, Cayo Largo, Vidas rebeldes, La noche de la iguana, El hombre que pudo reinar y Dublineses me parecen imprescindibles. A Huston y Welles los une Kubrick, porque si nos fijamos un poco, toda la cinematografía negra y rebelde viene del mismo tronco cinéfilo: La jungla de asfalto (1950)-Atraco perfecto (1956)-Sed de mal (1958). Algunos de los mejores encuadres de la historia del cine están en esas tres películas, que contribuyeron a un cine con mejor sintaxis sirviéndose del brote violento, despiadado y bellísimo del crimen. Cayo Largo, por ejemplo, con el soldado y los gánsteres confinados en el hotel, es la obra magistral que alumbra casi cuarenta años después La jungla de cristal (1988), con los “hijos” legítimos de aquellos guardianes de la ley y hampones dispuestos a todo. Qué decir de las lecturas que hizo Huston de Dashiell Hammett, B. Traven, Arthur Miller, Rudyard Kipling, Malcolm Lowry, Flannery O’Connor, Tennessee Williams o James Joyce… Ves sus películas y al fin comprendes en síntesis qué es ser un lector activo de la gran literatura.
MR: Ensalza en estas páginas las obras maestras de Oscar Wilde, que “trascienden la literatura y vuelan hasta la bibliografía de la ética, la piedad, la religión, la filosofía y la tolerancia”. ¿Cómo aterrizan en el cine? ¿Qué nos da y qué nos quita el celuloide a los lectores del irlandés?
DFA: En 1895 Oscar Wilde fue condenado por conducta indecente (“gross indecency”), no solo judicialmente, sino socialmente, incluso después de su muerte en 1900, tras ser proclamado por la sociedad inglesa la mente más brillante de su siglo. Su obra fue silenciada y solo Alemania, entre 1900 y 1934, reivindicó su inmenso legado. Al mismo tiempo, en su patria, su buen nombre fue restituido por H. G. Wells y George Bernard Shaw mientras Wilde languidecía entre los barrotes sin acabar de comprender muy bien qué es lo que le había ocurrido, sin querer dar nombre a la hipocresía del mundo que lo había encumbrado.
Esta agitada trayectoria y el legado del escritor resultan extraordinariamente cinematográficos, al punto de que dos actores han sido ejemplares en encarnarlo en sus diferentes alter egos narrativos: George Sanders –El retrato de Dorian Gray– y Rupert Everett –Un esposo ideal y La importancia de llamarse Ernesto–. Hay decenas de películas que ayudan a entender mejor quién era Oscar Wilde, aquel hombre que en su correspondencia se identificaba como Apolo, Nerón, don Quijote y San Francisco de Asís, un “dulce pecador de Inglaterra de simplicidad infantil”. Fue rey de la mundanidad, pontífice del esteticismo, presidiario, poeta, dandi y mártir, como se muestran en sus excelentes biopics Oscar Wilde (1960) de Gregory Ratoff, Los juicios de Oscar Wilde (1960) de Ken Hughes, Wilde (1997) de Brian Gilbert o La importancia de llamarse Oscar Wilde (2018) dirigida por Rupert Everett.
MR: Alzamos la copa por Alan Rickman, ¿en qué echa más de menos al “dandi imperturbable”?
DFA: Rickman fue un intérprete británico que provenía del teatro inglés y que saltó a la fama cinematográfica por La jungla de cristal (1988) de John McTiernan, en un impagable papel de villano: Hans Gruber. Después protagonizó la que considero su mejor película, Truly, Madly, Deeply (1990) de Anthony Minghella, una deliciosa revisión de El fantasma y la señora Muir (1947), y Tierra de armarios (1991), donde ofrece un recital interpretativo apabullante como un policía secreto que interroga a una escritora a la que interpreta Madeleine Stowe. Rickman tiene los ojos barrocos de Jack Nicholson y la apostura británica de Michael Caine: es violento de tempestades interiores hasta cuando calla y seductor eficaz de novela romántica. Y siempre rebelde, haciendo del trabajo actoral un recital poético, incluso en aquellas películas en las que interviene como secundario, como las de la saga de Harry Potter, donde da vida a Severus Snape, archienemigo de la casa Gryffindor, un papel que nunca le terminó de gustar.
LIBRES, GUAPOS E INMORTALES
MR: ¿Por qué considera a Robert Redford el último rebelde? ¿Y después…?
DFA: Porque con The Old Man & the Gun (2018) se retiraba con todos los honores, al estilo de Otra ciudad, otra ley (1986), también protagonizada por dos grandes, Kirk Douglas y Burt Lancaster, revisitando el subgénero de los atracos perfectos. Redford huye de la policía en su viejo pero elegante Chevrolet de 1957, como sucedió en la vida real con un atracador de bancos en Texas, en la década de los años ochenta. Pero en realidad estaba revisitando su sempiterno personaje de idealista al que persigue la justicia, como en La jauría humana (1966), de la que incluyen algunos planos a manera retrospectiva, por cierto.
Redford simboliza a los Estados Unidos que pusieron contra las cuerdas a la Administración Nixon y los movimientos políticos progresistas que denunciaron la Guerra de Vietnam y que se aglutinaron en el Festival de Woodstock. Este activismo se recoge, por ejemplo, en Tal como éramos (1973), de Sydney Pollack, también con Redford. Me gusta su figura porque, además de dirigir, de montar el Festival de Sundance y dar su primera oportunidad a muchos cineastas noveles, representa el crepúsculo del hombre verdaderamente libre al que la sociedad altamente tecnologizada no le permite vivir. Este personaje ya lo encarnó en El jinete eléctrico (1979), también dirigida por Pollack, y con su amiga Jane Fonda. Redford ha dejado el pabellón de los rebeldes muy alto: me cuesta encontrar una figura que en este momento haya tomado el relevo. En su haber está la dirección de la oscarizada Gente corriente, Un lugar llamado Milagro, Quiz Show. El dilema… Brad Pitt quiso ser Robert Redford y se ha quedado en un actor eficaz.
MR: Y James Bond es el último romántico. Siempre nos quedará… ¿Daniel Craig?
DFA: En mi caso, siempre me quedará el icónico Sean Connery, con alarde de masculinidad, aunque a Ian Fleming no le hiciera ninguna gracia que la United Artists lo eligiese a él. A veces me imagino cómo hubiesen sido las películas de la saga con los maravillosos James Mason y Richard Burton encarnando al agente secreto, ya que fueron tenidos en cuenta antes que el actor escocés. Ambos ya lo hicieron a su forma en Operación Cicerón (1952) y El espía que surgió del frío, respectivamente. Daniel Craig, por ejemplo, mostró en Spectre un lado romántico por encima de la incesante máquina de matar que representa. Connery es la inteligencia y la ironía; Timothy Dalton, la elegancia y la astucia; Pierce Brosnan, la seducción y la picardía… El denominador común en todos ellos es el caballero galante de arma mortal, una alegoría del deseo de generaciones de espectadores. A Umberto Eco le fascinaba este milord letal de muy malas costumbres.
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