A más de un espectador de la última película de Woody Allen (Un día de lluvia en Nueva York) le habrá llamado la atención que, en el transcurso de un diálogo entre la joven protagonista y el idolatrado cineasta al que entrevista en La Gran Manzana, se haga referencia a la “teoría del amor de Ortega y Gasset”. Es buen ejemplo de su calado intercultural e intergeneracional que hoy analizamos a falta de un mes para conmemorar su natalicio.
Juan Bagur Taltavull, historiador y especialista en estudios orteguianos. Foto portada: Autobiografía apócrifa de Ortega y Gasset.
Parece haberse olvidado. Pero, durante mucho tiempo, el libro más vendido de José Ortega y Gasset allende nuestras fronteras fue Estudios sobre el amor (fechado en el año 1939, aunque había aparecido en alemán en 1933 y en folletones del periódico El Sol entre 1926 y 1927). Se trata de un precioso libro mejorado en 1988, de forma póstuma y con ayuda de su hija Soledad Ortega Spottorno, al incluirse junto con otros textos en Para la cultura del amor.
El autor de España invertebrada (1922) o La rebelión de las masas (1930) es especialmente conocido en España por sus reflexiones políticas, más aún en una época, como la actual, en la que el nacionalismo y la crisis de Europa han hecho de su reflexión un tesoro del que muchos políticos y pensadores pueden –o podrían– extraer una gran riqueza.
Pero a Ortega lo que más le interesó fue comprender la vida humana, a la que llamaba “realidad radical”, por ser la raíz de todo el organismo social. Un organismo que consideraba podrido porque, como escribiera con dureza en 1915 (en “Una manera de pensar”), a los españoles les define “el odio omnímodo, el rencor”.
Frente a ello proponía regenerar el cuerpo nacional desde la persona, no desde la política o la ideología. Otra enseñanza todavía vigente, en una circunstancia española y mundial donde, también desde hace varios años, el choque radical entre ideologías y partidos es cada vez más fuerte y destructivo.
Además, leer las reflexiones orteguianas sobre el amor, y su lúcida distinción respecto al enamoramiento y la atracción sexual –tres fases en una escala ascendente de “selección”, que recuerdan al Zorro de Saint-Exupéry cuando decía al Principito que la amistad consiste en convertir en única a otra persona–, es aún hoy de gran utilidad.
UNA REVISIÓN CRÍTICA
Puede ser de ayuda en una sociedad en la que la confusión entre las tres variables es probablemente una causa del fracaso de innumerables relaciones, y de la omnipresencia del “amor líquido” del que habló Zygmunt Bauman. E incluso, según expertos que lamentan la deficiente educación afectiva de los chicos adolescentes, de su creciente actitud despectiva hacia sus compañeras.
Sin embargo, en este aspecto, otra vez contemporáneo, tal vez no todo sea rescatable de las reflexiones de Ortega. O por lo menos, hay que leerlas con perspectiva y matices, en especial cuando se dedica a describir la “esencia” de la mujer. Lo hace en unas páginas bellísimas desde un punto de vista literario, pero en las que resume su teoría al decir que, si al hombre le identifica la actividad, a la mujer la pasividad. Así, en la ampliación que en 1988 se hizo del libro, encontramos un artículo titulado “El manifiesto de Marcela”. Se trata de la meditación orteguiana sobre un episodio del Quijote, en el que Alonso Quijano y Sancho asisten a la trágica historia de amor entre Crisóstomo y Marcela. La interpretación del filósofo, si bien deja claro que Marcela se constituye en mujer libre y autónoma, ilustra un aspecto que desde el punto de vista actual puede parecer reduccionista: considerar que el gran valor de Marcela –como el de toda mujer, según el autor– es el de constituirse en ideal que estimule la perfección del hombre.
Con todo, tampoco se ha de caer en el extremo de considerar que esta característica es necesariamente mala: seguramente, mejor que eliminarla es complementarla asumiendo que también el hombre puede estimular a la mujer en ese mismo sentido.
Y lo mismo en otras dimensiones de la existencia y las relaciones humanas, como Ortega dirá en España invertebrada, pues los padres, profesores o gobernantes han de ser ejemplares para ayudar a sus hijos, alumnos o ciudadanos. De nuevo, la vigencia de otra noción orteguiana: la “ejemplaridad”, que tanto echan en falta muchos españoles en sus instituciones, fue descrita –eso sí, con un lenguaje un tanto elitista y hoy extemporáneo– en su libro de 1922.
Por otro lado, gran parte de los textos añadidos al libro Para la cultura del amor, hoy muy difícil de encontrar, fueron publicados en otro lugar que sí es fácilmente accesible: El Espectador. Se trata de una revista redactada íntegramente por el filósofo, de la que publicó ocho volúmenes entre 1916 y 1934. Desde la Fundación Ortega se ha promovido en los últimos años la reedición de dos versiones: una más erudita, que forma parte de las Obras Completas publicadas por Taurus e incluye los ocho números en un único tomo; y otra más manejable, en la que Alianza los ha reeditado de dos en dos.
Lo interesante de este compendio de ensayos, es que en ellos Ortega escribía de todo: notas de viaje, crítica literaria, reflexiones filosóficas…Cualquier faceta de la realidad le servía para exponer, como siempre con un gran lirismo y delicadeza, sus ideas sobre la vida. Y con esto engarza el título de la publicación: Ortega se erigió en “espectador” de la realidad, una actitud que desde su filosofía tiene una gran riqueza que no es, ni mucho menos, reductible a la pasividad. En la filosofía orteguiana –esbozada en su primer libro, Meditaciones del Quijote, de 1914– la perspectiva es un elemento fundamental, y de hecho algunos orteguianos han denominado “perspectivismo” a su teoría filosófica.
ORTEGA Y SU CIRCUNSTANCIA
Para Ortega, la verdad existe. Pero el ser humano está limitado por su “circunstancia”, y eso le impone una mirada limitada. No es falsa, aunque sí parcial, y por ello anima a las personas a ensanchar su vista, ampliando su circunstancia: no solamente formándose más, sino especialmente, dialogando y uniendo sus visiones particulares con las de los otros. “Ensanchar” (en griego, pleonexia) es precisamente un concepto platónico que utiliza para definir la existencia, tal y como recuerda en las Meditaciones del Quijote, y así lo demuestra en todos estos volúmenes en los que habla de Filosofía, Biología, Antropología, Literatura… para conocer mejor la realidad radical, la vida humana. Y la Filosofía, la define como “ciencia general del amor”, precisamente porque busca la unidad entre todo lo demás. Por ello, si comienza el tomo primero de El Espectador con un artículo titulado “Verdad y Perspectiva”, es para recordar esta situación, que también nos ayuda a leer mejor su “cultura del amor”: nos muestra que la integración de miradas es la base de las relaciones humanas, tanto en el trato entre enamorados, como en el de los grupos sociales que componen la nación. Por ello existe una gran unidad entre Estudios sobre el Amor y El Espectador, como la hay en casi toda la obra orteguiana. Una unidad que se identifica con su búsqueda insaciable de la Verdad, a la que en su libro de 1914 había definido, también en griego, como alétheia, “desvelamiento”: es una realidad última y apocalíptica –“Apocalipsis”, recuerda, es “revelación”, otro sinónimo de la verdad como descubrimiento–, a la que solamente se puede llegar en comunión y tras un largo esfuerzo.
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