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LAS MANOS VACÍAS DE LIBROS

Preocupante. Cada cierto tiempo hago mis chequeos en el transporte público, en mis trayectos diarios de metro y tren de Cercanías de casa hasta la universidad y vuelta. Compruebo, en un tren eminentemente joven, cuántos llevan libros en las manos. El descenso cada nuevo curso es abrumador. Los miro concentrados en los teléfonos, su pulgar deslizándose con aburrimiento por las pantallas en busca de algo que les conecte con el otro lado. 

Joaquín M. Aguirre. Imágenes: Faust und Mephisto im Kerker (1848, Joseph Fay)  y fotogramas de La muerte en Venecia (Visconti, 1971).


Tras la gran mayoría de los teléfonos, se ven algunos e-books, generalmente personas por encima de los 50 años, cuyo hábito anterior de lectura se cumple con lo que se les ofrece digital. Las casas ya no pueden ocuparse con tanto libro como antes y el e-book ofrece una biblioteca en la palma de la mano.

Para encontrar a los que llevan libros, papel encuadernado con páginas impresas, hay que recorrer varios vagones. El otro día me emocioné porque se sentó a mi lado una mujer de poco más de cuarenta años que llevaba la “Pastoral americana” (American Pastoral, 1997; Premio Pulitzer del año siguiente), el libro del Philip Roth, autor de la fantástica El mal de Portnoy (Portnoy’s Complaint, 1969) o de la sátira política Nuestra pandilla, el mejor y más divertido retrato de la corrupción de Nixon hasta el momento.

El efecto que me produjo fue como si hubiera estado sentado frente a alguna admirada diva operística o junto a actriz mítica. No es algo que pase todos los días. Durante años he hablado en tono de broma de mi amor a primera vista por una chica solitaria que viajaba en el tren leyendo La montaña mágica. El mundo no existía para ella, solo las páginas de Mann. Y yo la contemplaba extasiado, tal como Aschenbach miraba la salida de su admirado Tadzio en la playa veneciana, como una especie de sobrevenida diosa populista con su mensaje en edición de bolsillo. Será que soy un sentimental (lo soy) o que he leído demasiado (nunca es demasiado) y veo el mundo a través de los libros.

Bromas a un lado, son preocupante las manos vacías de libros. Son manos vacías en miradas vacías que acabarán siendo mentes vacías. No soy de los que piensan que el libro es la única manera de formarse, pero sí que es un elemento esencial en nuestra formación personal y social.

Tengo un alumno unos cuantos años mayor que el resto de sus compañeros en la clase de 2º de Grado. Al salir el otro día del aula, me preguntó “¿Cómo se siente cada vez que pregunta si han visto una película determinada y nadie la ha visto?” Le contesté: “Es peor con los libros. Antes preguntabas si alguien había leído determinado libro y siempre había alguno que levantaba la mano. Después hubo que pasar al cine, que también se ha perdido como referencia. Ahora hay que hablar de alguna serie o de un videojuego si se quiere poner un ejemplo útil para la clase, algo que facilite comprender lo que se explica”. Pero es cada vez más difícil combatir la atomización de las experiencias.

Esto tiene unas grandes consecuencias culturales. No me refiero ya a las económicas, como desgraciadamente se suele poner encima de la mesa, sino a la propia vitalidad cultural que se convierte en egocéntrica.

Son preocupante las manos vacías de libros. Son manos vacías en miradas vacías que acabarán siendo mentes vacías. No soy de los que piensan que el libro es la única manera de formarse, pero sí que es un elemento esencial en nuestra formación personal y social

Esto no ha sido siempre así y tengo la desgracia haber asistido a través de mi vida en las aulas a ese proceso de degradación cultural que hoy es difícil de revertir y que tiene en el libro la segunda gran víctima. La primera somos nosotros mismos, que nos alejamos —como las galaxias en un espacio que se expande— unos de otros ante la incapacidad de compartir lo que tenemos. Decimos que desperdiciamos mucha comida que acaba en la basura. Lo mismo ocurre con los tesoros acumulados en los libros, que son ignorados porque no hay señales, iniciativas suficientes para llevar a tanto náufrago hacia esos islotes de cultura que son las grandes obras.

HEREDAR Y COMPARTIR EL LIBRO

El libro es un objeto portador, un cofre. Lo importante es lo que se guarda en su interior, el tesoro que nos espera dentro de La montaña mágica o la Pastoral americana, por volver a los ejemplos citados. Yo podría sentarme y hablar con ellas sobre esas lecturas, compartir los textos, comentar las emociones que me produce, las ideas que me trae. Para poder hacer eso hoy hemos creados los “clubes de lectura”, pequeñas comunidades que comparten la experiencia de lecturas en común. Son interesantes. Muchos de ellos están compuestos por personas mayores que han quedado aisladas en su afición por la lectura. Han leído durante toda su vida y desean seguir haciéndolo sin renunciar al placer de poder compartir su experiencia.

En una página de la Red de Bibliotecas Públicas de Castilla-La Mancha encuentro la “Receta para un Club de Lectura“* La definición es sencilla: “un grupo de personas que leen a la vez un libro”. ¡Tan sencillo de decir, tan difícil de lograr! Hoy todo nos separa. Nuestras experiencias tienden a diferenciarse y es difícil coincidir con alguien en la lectura de un libro, excepto en los fenómenos masivos, con gigantescas campañas que solo suponen una faceta exótica y artificial del fenómeno de la lectura. Hay que forzar el encuentro, tener un espacio, crear un programa, tener un coordinador, suficientes ejemplares —nos dicen— para crear un grupo que comparta la experiencia de leer.

Cada vez estoy más convencido que la experiencia lectora es sobre todo afectiva y temprana. Hemos perdido eso que llamábamos “amor por la lectura” y que se daba en la familia, sobre todo por el descubrimiento y asalto de las bibliotecas familiares. Era mucho más gratificante que las malas prácticas lectoras que suelen ser las escolares, algo que todo el mundo comenta, pero nadie remedia. Demasiadas experiencias negativas en los comienzos como para seguir después.

Somos, como la maldición del Fausto, condenados a la velocidad sin belleza, a no poder deteneros a apreciar la belleza bajo pena de ser arrastrados al infierno. Tenemos demasiadas tentaciones alrededor, demasiadas sirenas de eléctrico canto alrededor

Hay un libro que nos atrapa en un momento de la vida, que nos habla directamente a nosotros y nos convence de varias cosas: 1) que lo leído anteriormente no valía la pena; y 2) que queremos seguir encontrando libros como ese que nos abrió los ojos, la mente y el corazón. Desde ese momento, nos lanzamos a la busca de otro nuevo libro que nos haga vibrar. Nos formamos como lectores precisamente discriminando los buenos libros de los meramente entretenidos o de los malos, que debemos dejar por el camino.

Es un gran drama la desconexión de una forma de cultura que permite entrar en otros mundos a través de la palabra, descubrir que esos mundos pasan a formar parte de nosotros mismos. Y también descubrir que esos mundos propios pueden ser también habitados por otros, compartidos con gran satisfacción.

La lectura ayuda a profundizar en una soledad creativa que ha sido un ideal de todas las culturas menos de esta desquiciada en la que vivimos. Somos, como la maldición del Fausto, condenados a la velocidad sin belleza, a no poder deteneros a apreciar la belleza bajo pena de ser arrastrados al infierno. Tenemos demasiadas tentaciones alrededor, demasiadas sirenas de eléctrico canto alrededor.

¿Ha pasado la hora de la lectura? No lo creo, pero sí que ha dejado de funcionar la estructura social que tenía al libro como centro y no se ha sabido reaccionar. Hay poco sentido común y mucho corporativismo en la cultura, que se ha convertido en un mundo de negocios.

Quizá haya que volver a lo básico, a la experiencia lectora, a aprender a apreciar un poema, a dejarse llevar por una buena trama, a vibrar con el sonido de un verso bien construido. Si hay algo que ha quedado claro es que primero hay que recibir, sembrar, para recoger.

Mientras seguiré soñando con que hay futuro cuando vea un buen libro en unas manos jóvenes.


LO

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