Merece ser recordado como uno de los más grandes intelectuales del siglo XX. Nadie como él, humilde y sencillo, supo dar razones para la espiritualidad del hombre contemporáneo. Ni dejarnos un testimonio tan valioso sobre el valor de la amistad para reunir a los mejores talentos de toda una generación, incluso de varias. Lo consiguió en compañía de otro gran profesor oxoniano, J.R.R. Tolkien. ¡Un brindis por la pandilla de los Inklings, amigos para la eternidad, en el natalicio de su cabecilla, C.S. Lewis!
Maica Rivera. Foto portada: C.S. Lewis, A biography of friendship (Colin Duriez, Lion Hudson)
Cerveza y poemas. Quería que los alumnos leyeran además de estudiar el programa. Consideraba absurdo que tuvieran que memorizar reglas lingüísticas sin tener contacto lector con esa literatura objeto de análisis. Por eso empezó a montar reuniones informales por las tardes, a promover un concepto de club siguiendo la dinámica que él mismo había disfrutado como estudiante con la sociedad literaria de los Martlets. No, la fórmula mágica de Cerveza y poemas no la hemos inventado ahora, sólo la hemos comercializado. C.S. Lewis (1898-1963), maestro de maestros, sí fue pionero. Introdujo la ecuación en el corazón de Oxford, donde evolucionaría hasta llegar a reunir a grandes personalidades de la cultura, dejando testimonio eterno de su intensa búsqueda intelectual (y espiritual) que, al ser compartida, se agigantó hasta adquirir tintes épicos. No perdió de vista lo más importante: divertirse con los suyos al calor de las letras. Jamás renunció al placer de comer queso y brindar por la amistad.
Los Inklings, como se autodemominaron en su primera época, fueron “un grupo de cristianos con tendencia a escribir” que comenzaron a reunirse alrededor de Lewis”, según el gran experto internacional Colin Duriez, autor de las más relevantes investigaciones sobre ellos. Durante años (1933-1962), cada jueves por la tarde, un reducido número de catedráticos y profesores de Oxford, así como algunos de sus amigos no vinculados a la universidad, se congregaron en el pub The Eagle and Child (para ellos, The Bird and Baby), para “tomar unas cervezas y debatir cuestiones como la mitología, la religión o la literatura, y leerse mutuamente lo que estaban escribiendo”. Alcanzaron “notoriedad y ejercieron una gran influencia tanto en el mundo de la literatura fantástica como en el de la apologética cristiana”. Es así como lo cuenta otra publicación de referencia, la primera tentativa de biografía colectiva en relación al fenómeno: Los Inklings de Humphrey Carpenter (Homo Legens).
Todos eran “muy inteligentes y nada superficiales, pero sencillos y poco dados a la vanidad y, de hecho, capaces, sobre todo, de reírse de sí mismos”. Es el retrato grupal que les hace nuestro especialista español, el profesor Eduardo Segura, en El mago de las palabras (Casals). Resume su actividad en “juntarse al calor de un buen fuego e intercambiar perspectivas sobre los más variados temas en tertulias largas que se prolongaban hasta bien entrada la noche; y muy divertidas, llenas de ideas chispeantes e ingeniosas”.
LOS INKLINGS
Jack (como se hacía llamar Lewis) y Tollers (como se hacía llamar Tolkien) fueron los maestros de ceremonias. Junto a ellos, “los más habituales eran Owen Barfield, un abogado de Londres con puntos de vista semejantes a los de Tolkien; Charles Williams, que trabajaba en una editorial y escribía novelas alegóricas (que a Tolkien nunca le gustaron del todo); Hugo Dyson, profesor en Reading y Oxford; Warnie Lewis, el hermano de Lewis, que era historiador; R.E. Havard, un médico de Oxford que atendía a los Lewis y a la familia Tolkien; y, con el tiempo, el propio Christopher Tolkien también se unió”. Al recuento, Segura añade que todos “gustaban de comentar los acontecimientos de actualidad, siempre desde un punto de vista crítico”.
El imaginario cinematográfico nos ilustra la estampa de la convocatoria. Aquellos encuentros, que ya son leyenda, fueron fugazmente inmortalizados en Tierras de penumbra (Richard Attenborough, 1993), adaptación al celuloide de Una pena en observación (Anagrama) donde Lewis describió su crisis de fe tras la muerte de su esposa.
A todos los privilegiados que tuvieron ocasión de compartir aquellos momentos les quedó la memoria de una experiencia inolvidable. “Nadie podrá decir jamás creo recordar un encuentro con C.S. Lewis”, dice Walter Hooper en el prefacio de Lo eterno sin disimulo (Rialp). Es algo que él, albacea literario de Lewis, supo con certeza desde que éste le llevó a la primera reunión con los Inklings, el 10 de junio de 1963, “y, a los pocos minutos, incluso los que se hallaban en las mesas cercanas dejaron de hablar para escucharle”. Porque la charla de Lewis, “rica en ideas, en ortodoxia y en sentido común” fue mejor de lo que él “había esperado oír jamás”.
Somos muy afortunadas las generaciones que le leemos aun sin haber sido coetáneas. Dice Hooper que tenemos la oportunidad de disfrutar su discurso sin habernos perdido un detalle en el camino, podemos “gozar de una experiencia notablemente similar a la de aquellos que le conocieron personalmente, pues sus libros se parecen mucho a su conversación, tanto en el tono como en el contenido”.
Para congeniar con Jack “era necesario argumentar con el cerebro y con el alma, había que estar preparado para mantener las opiniones con pasión y defenderlas utilizando la lógica”. Y, claro, “muy pocos daban la talla”, a juicio de Humphrey Carpenter.
Tras haber sido el lugar donde estudió, vivió, reunió a los Inklings y ejerció la docencia universitaria durante cuarenta y cinco años, la imagen de C.S. Lewis sigue estando muy asociada al escenario oxoniano. Fue un amor correspondido: “Solía bromear diciendo que lo más cercano al cielo sería que Oxford fuera mágicamente transportado y colocado en el Condado de Donegal de Irlanda“. En la última parte de su vida, durante ocho años, también impartió clases para la Universidad de Cambridge, pasando fines de semana allí a lo largo de cada período académico. Esta etapa de Cambridge fue una época fructífera, fue muy visible en la vida académica de Oxford pero también más ampliamente conocido en la ciudad. Hasta el punto de que una de las primeras novelas de detectives de uno de los estudiantes de Saint John, Bruce Montgomery, que publicó con el nombre de Edmund Crispin, hizo referencia a las apariciones semanales del profesor en el popular pub donde se reunía con su círculo literario de amigos.
LEWIS & TOLKIEN
A menudo, aquellas apasionantes conversaciones literarias encontraban su continuación nocturna en la habitación de Lewis, marco de dialécticas con resoluciones decisivas para la transformación de la vida interior del irlandés. Porque sus intercambios eruditos con Tolkien le acercaron a la fe hasta culminar su conversión cristiana. A la vez que él acogía, por su parte, las historias del Anillo con aliento incondicional. ¡Tolkien le leyó, capítulo a capítulo, primero El hobbit y luego El Señor de los Anillos! Y por ello, Tollers siempre sentiría “un profundo agradecimiento que siempre guardó en su corazón”, como explica Eduardo Segura.
Corrobora Colin Duriez que la de Lewis y J.R.R. Tolkien “fue una amistad muy profunda, tan fuerte que, sin ella, no habríamos tenido jamás El Señor de los Anillos ni Las Crónicas de Narnia”. Eso sí, con un matiz en la bilateralidad y su recorrido: “Las ideas y los escritos tolkinianos impactaron directamente en los textos lewisianos mientras que, a la inversa, la influencia de Lewis sobre Tolkien, fue, más bien, un estímulo constante”.
Tolkien no hablaría de influencia sino de audiencia, matiza Humphrey Carpenter: Lewis sería durante mucho tiempo el único auditorio de Tolkien, quedando para la eternidad la estampa de Tollers leyéndole en voz alta a Jack los extractos del El Silmarillion, que a éste tanto le recordaban a Malory y William Morris.
Ambos escritores se conocieron en 1926, pronto trabaron ese vínculo de casi cuarenta años. No es raro que hubiera altibajos en el transcurso de una amistad tan duradera, “con un período de particular distancia durante la década de los cincuenta”, señala Duriez. Incluso en esos momentos críticos, “Tolkien ayudó a su amigo a conseguir la Cátedra de Literatura Medieval y Renacentista en la Universidad de Cambridge”. En términos literarios, el experto asemeja la relación de ambos con la que mantuvieron antes los románticos ingleses de primera generación, William Wordsworth y Samuel Taylor Coleridge. Sorpresa: tanto uno como otro, Lewis y Tolkien, quisieron ser siempre, sobre todo y antes que todas las cosas, poetas.
LO