Estamos pasando la Semana Santa encerrados, no hay más remedio. Pocas festividades me han fascinado tanto desde que tengo uso de razón, tengo imágenes en mi cabeza perturbadoras de encapuchados, cadenas, incienso y sobriedad. Recuerdo las primeras procesiones que vi como intrusiones anómalas en la existencia cotidiana, y es que el templo deja de estar delimitado para hacer suyo el espacio exterior.
Alberto Ávila Salazar
El coronavirus ha dejado las iglesias reducidas a sus estrictas dimensiones, en este año nefasto la religión ha perdido la materialidad del contacto humano y los rituales han sido despojados de la colectividad. Los devotos deben conformarse con ver viejas procesiones en televisión o con fotografías anticuadas que son un triste y diferido remedo de la emoción metafísica.
En El mito del eterno retorno, Mircea Eliade subrayaba la importancia capital del templo. Senaquerib, al ordenar la edificación de Nínive, lo hizo siguiendo “un proyecto establecido desde tiempos remotos en la configuración del cielo”, y Salomón hizo construir su templo “a semejanza del santo tabernáculo que Tú preparaste desde el principio”. Existió una Jerusalén celestial antes de que los hombres colocaran el primer ladrillo, que se describe en el Apocalipsis, descendiendo del cielo “como una novia ataviada para su esposo”. Sin embargo, esta semana el templo no ha salido a la calle para estar con los suyos, que siempre lo contemplan fuera del tiempo y siempre por primera vez.
Vivimos días de confusión y tragedia, y, en mi confinamiento, trato de escuchar a los poetas, a los buenos poetas. Una reflexión en redes sociales del maestro Santos Domínguez dio lugar a un parco debate con el no menos brillante Miguel Veyrat. En él invocaban la figura de Enrique Irazoqui, protagonista de El Evangelio según San Mateo del escritor, poeta y cineasta Pier Paolo Pasolini, a mi gusto la mejor película jamás filmada sobre Jesucristo.
Mi opinión no es minoritaria, ni mucho menos, cuando se estrenó la película L’Osservatore Romano la acogió con cierta tibieza, si bien en 2015 rectificó y la calificó como la mejor película de su género. Todo lo que la rodea es insólito y descabellado, Pasolini, un disidente y activista homosexual, marxista y ateo, se decidió a hacer la película después de un encuentro con el Papa Juan XXIII con artistas no católicos.
Pasó una noche en un hotel Asís, no había traído lectura y en un cajón encontró los Evangelios. El de San Mateo le deslumbró. Antes de adaptarlo se basó en la figura de Jesucristo para realizar el cortometraje La ricotta, incluido en la película colectiva RoGoPaG, que le valió una condena de cuatro meses de cárcel por blasfemia. El cineasta no se rindió y sacó adelante El Evangelio según San Mateo, basándose en el texto sagrado con absoluta fidelidad y reverencia. Escogió para la filmación a un elenco no profesional que incluyó al filósofo Giorgio Agamben, los escritores Enzo Siciliano y Alfonso Gatto, y los poetas Natalia Ginzburg y Rodolfo Wilcock.
Para el papel protagonista, el cineasta valoró a los escritores Yevgueni Yevtushenko y Luis Goytisolo; sin embargo, eligió al joven Irazoqui nada más verle. Cuenta éste que le invitó sin conocerlo a su casa y que, al verle entrar, gritó: “¡He encontrado a Jesús! ¡Jesús está en mi casa!”. El español, escéptico, aceptó el papel. El cineasta consiguió que el padre del casual intérprete le concediera permiso (tenía diecinueve años, por aquel entonces la mayoría de edad era a los veintiuno). Su carrera delante de las cámaras fue escueta, Enrique Irazoqui estaba comprometido con el sindicato clandestino de la Universidad de Barcelona, y por aquel entonces se codeaba con personajes como Rafael Alberti o Giorgio Bassani.
POESÍA EN CRISTO
La película es un hiato en la trayectoria de Pasolini, cuyas primeras obras tenían un marcado tono neorrealista y parece preludiar o hermanarse con sus posteriores trabajos Edipo Rey o la fascinante Medea debido a su exuberante manera de retratar arquetipos profundamente arraigados. El Evangelio según San Mateo es una película que opta por la poesía para retratar la divinidad y, para ello, escoge a un Jesucristo en cuya faceta humana se intuye la divina, a veces de manera muy explícita en la exposición de los milagros. La épica y la mística grandilocuencia con la que con tanta frecuencia se había plasmado la vida de Cristo desaparece en esta película sobre la cual una vez dijo Pasolini: “Yo, un no creyente, conté la historia a través de los ojos de un creyente”.
Así Pasolini construyó una película de espacios abiertos y, a la vez con los ingredientes y características sagradas de un templo. Este año los pasos de Semana Santa no han hecho suyas las calles, tal vez para que intentemos comprender que el templo es invisible y puede estar en casa, muy dentro de nosotros.
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