El 6 de febrero conmemoramos el fallecimiento de María Zambrano, veleña nacida en el año 1904 que nos dejó en 1991. Es una de las principales filósofas de la España contemporánea, y, a pesar de que todavía no es todo lo conocida que merece, poco a poco están creciendo, en los últimos años, las iniciativas destinadas a reivindicar su figura.
Juan Bagur Taltavull. Imagen portada: Obras Completas de María Zambrano. Volumen IV, tomo I (Galaxia Gutenberg).
El ensalzamiento de su legado no nos viene llegando únicamente a través de la reedición de su amplísima bibliografía, que Galaxia Gutenberg comenzó a reunir en 2011 a través de unas Obras completas muy cuidadas que están facilitando la labor de los investigadores. Algo que nos ha llamado la atención a los amantes de la filosofía es que también aumenta la reivindicación de la pensadora malagueña al bautizarse con su nombre ciertos espacios públicos. De ello son testigos los viajeros que alcanzan la estación de tren de Málaga, o los alumnos de la antigua facultad de Filosofía y Letras en la que ella estudió: entonces era la Universidad Central, y hoy la Universidad Complutense de Madrid, que tiene en “la María Zambrano”, como popularmente se conoce, una de sus mejores bibliotecas.
Precisamente en los rótulos de esta biblioteca fue donde oí hablar por vez primera de nuestra filósofa, al igual que supongo les habrá ocurrido a cientos de los estudiantes que cada día visitan el lugar. Un edificio, por cierto, que estuvo, durante años, cerrado a cal y canto, ante el asombro de los aspirantes a humanistas que nos asomábamos y veíamos decenas de ordenadores en desuso y salas con estanterías sin llenar.
Cuando, por fin, se abrió, amueblada con butacas de Ikea que algunos siguen aprovechando para dormir la siesta, muchos comenzamos a interesarnos por la mujer en cuyo honor se había construido ese espacio que aligeraba la biblioteca siempre rebosante de la “caja de cerillas” (nombre popular de la facultad de Geografía e Historia). Pero no fue tarea fácil, porque pronto nos dimos cuenta de que el pensamiento de María Zambrano es de todo menos sencillo. La complejidad y la contradicción parecen ser las notas principales de su biografía y bibliografía. Para empezar, fue una discípula aventajada de Ortega y Gasset, pero a la vez admiró a Miguel de Unamuno y recibió el influjo directo de Antonio Machado.
Es decir, se formó entre minorías selectas pero profesó admiración hacia lo popular, y, al posicionarse frente al debate acerca de la relación entre razón y vida, bebió tanto del raciovitalismo orteguiano que quería complementarlas como del sentimiento trágico unamuniano que negaba su conciliación. El resultado fue la Razón poética, de la que luego hablaremos.
Pero el carácter complejo de María Zambrano va mucho más allá. Por ejemplo, era católica y republicana, una combinación extraña en la España de los años treinta; y, como consecuencia de lo segundo, se exilió al terminar la Guerra Civil. Pasó por México, Puerto Rico, Italia, Suiza…pero nunca dejó de querer a aquella España a la que volvió en 1984. Defendía la poesía y la filosofía como dos formas complementarias de alcanzar la verdad, y puesta a buscar el acuerdo entre opuestos, llegó a escribir que pretendía la conciliación de Nietzsche con el cristianismo. Por si fuera poco, se dice que su personalidad era algo peculiar: en Roma sus vecinos la denunciaron por el alboroto que causaban las decenas de gatos callejeros que llegó a acoger, y en Ginebra recibía a sus visitas ataviada con un hábito de sayal.
SALIR AL ENCUENTRO
Para comprenderla sin prejuzgar, leámosla, dejándonos guiar por un libro que explica, de forma relativamente sencilla, la tesis central de la Razón poética en la que se fundamenta su quehacer intelectual: Filosofía y Poesía, publicado en 1939 (Morelia). Allí, plantea que existen dos formas de aproximarse al mundo, como reza el título, el pensar poético y el filosófico.
El primero implica acercarse a la realidad singular tal y como es, sin forzarla para imponerle ningún orden racional, acogiéndola en su misterio. El segundo, apuesta por buscar la síntesis a través de leyes y parámetros comunes, que permiten organizar el conocimiento a costa de abandonar la complejidad de la existencia. Son dos miradas que se han considerado excluyentes desde que Platón desterró a los poetas de su República, pero que ella apostaba por reconciliar retomando la tradición de los descartados.
Por ello se acercó al misticismo, tanto cristiano como sufí, y trató de dar cuenta y razón de la realidad a través de la poesía. Si al lector le parecen extrañas estas reflexiones, que le consuele saber que Ortega y Gasset pensó algo parecido, cuando, en los años treinta, su alumna intentó presentarle su interpretación. Cuentan que la joven visitó al maestro en la tertulia que tenía en la sede de la Revista de Occidente, ubicada en el mismo lugar de la Gran Vía madrileña donde hoy en día se encuentra la Casa del Libro. Pero al catedrático madrileño no le gustó que la discípula intentara superar al maestro, y al leer un artículo en el que esbozaba la Razón poética, le reprochó que no habiendo entendido la Razón vital –que él había expuesto en Meditaciones del Quijote (1914)– ya quisiera superarla. Ninguna gracia le hizo a la malagueña, que abandonó entre lágrimas la tertulia y corrió por la Gran Vía desconsolada y decepcionada.
Sin embargo, la Gran Vía de los intelectuales madrileños no era el único lugar por el que se movía. También lo hizo, como dijimos, por la Universidad Central, y allí contribuyó a la creación de la FUE (Federación Universitaria Española) y de la Liga de Educación Social (una entidad de acción política a la que dediqué un artículo de investigación publicado en la revista de filosofía Bajo Palabra: es mi pequeña aportación a la recuperación de la autora). Sin embargo, su existencia no habría estado completa sin Segovia, el lugar en el que trabajó su padre Blas Zambrano, maestro de pueblo y enamorado de la educación de obreros y campesinos, y donde conoció a Manuel Machado. De ahí le quedó su amor por la Castilla popular, que le llevó a participar en las Misiones Pedagógicas, y a matizar el europeísmo de la Generación del 14 –la de su maestro Ortega– con el patriotismo popular e intrahistórico de la del 98 –la de Unamuno y Machado. Pero, además, le permitió comprender que, si como decía Ortega, el filósofo tenía que salir al encuentro del pueblo para enseñarle, también de éste podía aprender el intelectual. Probablemente es ésta una de las razones por las que la Razón poética llevó aparejada el descubrimiento de que la filosofía no es la única, sino una más de las muchas formas de pensar.
“SABER VIVENCIAL”
Desde esta convicción escribió los artículos que componen otro de sus libros más recomendables, Confesiones y guías, editado por Pedro Chacón y publicado en 2011 a partir de textos que son mayoritariamente de los años cuarenta. Allí expuso que, frente al “absolutismo intelectualista” que se había impuesto en Occidente, y, entre cuyas consecuencias, se encontraba la conversión de la persona en un simple objeto a manipular por la técnica (ya fuera ésta política o científica), podía ofrecerse el “saber experimental” o “saber vivencial” que brotaba de la realidad. Para recuperarlo, era necesario volver la vista hacia varios géneros literarios que, aunque protagonistas de hitos de la Historia del saber, por alguna razón solían ser minusvalorados. Entre ellos, las confesiones y las guías que dan título al libro, dos formas de abrirse al mundo de lo humano que habían nacido, según la malagueña, respectivamente con San Agustín y Maimónides. Pero también incluía, dentro de las guías, obras como La cuna y la sepultura de Quevedo (1634), los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola (1548), el Idearium español de Ángel Ganivet (1897), los ensayos de El Espectador de Ortega (publicados entre 1916 y 1934) o, muy especialmente, El Quijote de Miguel de Cervantes (1605).
Lo que tienen en común es haber nacido en épocas de crisis históricas, sociales y/o existenciales, en las que el sistema de pensamiento en vigor se mostraba inútil para la vida real, por lo que brotaba la búsqueda del sentido de la existencia a través de manifestaciones literarias de carácter más íntimo y personal. Lo mismo las confesiones, que ya tenían un precedente en el libro bíblico de Job, y que, a través de sus numerosas proyecciones históricas, evidenciaban la soledad –según Dostoievski imagen del Infierno– en la que consiste la existencia humana.
Además, María Zambrano reivindicaba otros muchos géneros literarios, como las meditaciones –muy del gusto de su maestro Ortega, que publicó entre otras las del Quijote y las de El Escorial–, los diálogos –entre ellos los de Platón–, o las epístolas –cuyo paradigma son las de San Pablo. De esta manera, distinguía los conceptos de filosofía y pensamiento, que muchas veces mezclamos sin darnos cuenta, resaltando que la primera es solamente una manifestación de lo segundo. Pero no la única, y, de hecho, exaltó el libro de Miguel de Cervantes como el principal exponente del pensamiento hispánico: “Nuestro mayor libro de moral y aun de metafísica es el Quijote, es decir, una novela, no un libro de sistemática filosofía. Porque el espíritu humano en su pasión, en su realidad, es novelesco y dramático, no razonablemente sistemático”. Con ello, recordaba que los novelistas no tienen nada que envidiar a los filósofos, si cumplen bien su labor, porque también ellos contribuyen a comprender la condición humana. Y, de hecho, muchas veces lo hacen mejor, porque olvidan con menos frecuencia que la persona, además de racional, es un animal cordial, como decía Unamuno. Algo que ella siempre tuvo en mente, hasta el punto de que su gran proyecto intelectual fue la elaboración de esa Razón poética que unía cabeza y corazón, o, lo que es lo mismo, que aceptaba al ser humano como realidad integral, libre y misteriosa.
LO