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ES URGENTE LEER A C.S. LEWIS

Serenamente, en su casa de Oxford, fallecía Clive Staples Lewis a la edad de sesenta y cuatro años, el 22 de noviembre de 1963. Ya entonces era reconocido como lo que hoy sigue siendo: históricamente, uno de los intelectuales británicos más importantes del siglo XX. Nos congratulamos al comprobar que todavía  es ampliamente difundido y leído en su patria. No ocurre lo mismo, lamentablemente, en nuestro país. Razones de peso, más que nunca, para que reivindiquemos su nombre, su memoria y su legado hoy, en la fecha de su fallecimiento. 

Juan Bagur Taltavull. Foto portada: C.S. Lewis. A Life. Eccentric Genius, Reluctant Prophet, Alister McGrath.


Como anécdota personal que ilustra esa popularidad de Lewis fuera de nuestras fronteras, en su tierra, puedo documentar de mis viajes por tres de las cuatro naciones de Reino Unido, de los últimos tres años, que he encontrado las principales obras del medievalista norirlandés en cada uno de ellos. Y no en establecimientos especializados, sino en tiendas de recuerdos o iglesias anglicanas de ciudades como Londres, Edimburgo y Cardiff. Además, y para alivio de mi bolsillo, en un formato muy asequible elaborado por Harper Collins, la editorial que publica de forma oficial las obras del gran Inkling.

En España, por el contrario, C.S. Lewis no es todo lo conocido que merece. Ciertamente, Las crónicas de Narnia (1950-1956) gozan de gran popularidad entre adolescentes y amantes de la fantasía, y en círculos cristianos son aclamados libros como Mero cristianismo (1952) o las sensacionales Cartas del diablo a su sobrino (1942).

Sin desmerecer ni lo uno ni lo otro, querría presentar otra faceta del autor: la del pensador que analizó de forma muy perspicaz la crisis de la Razón positivista, avanzando de manera muy convincente dos de los grandes problemas que plantea en el siglo XXI: el transhumanismo y la tecnocracia. Para ello me centraré en dos libros: La abolición del hombre (1943) y Esa horrible fortaleza (1945), que tienen la original virtud de lidiar al alimón con las mismas cuestiones, el primero como ensayo y el segundo a través de la fantasía. El contexto de escritura y publicación de las obras es fundamental: la II Guerra Mundial, porque fue un acontecimiento que ayudó a muchos intelectuales a ver los peligros de la técnica sin límites y de la ciencia deshumanizada.

Las cámaras de gas nazis fueron la evidencia de que, como escribió Chesterton, “loco no es el que ha perdido la razón, sino el que lo ha perdido todo, todo, menos la razón”, pues constituyeron un ejemplo de planificación científica puesta al servicio de la supuesta mejora de la raza humana.

A pesar de que fueron ellos quienes llevaron la eugenesia a su máxima expresión, no fueron ni mucho menos sus inventores: un dato tan significativo como desconocido es que el Primer Congreso Internacional de Eugenesia se celebró en Londres en 1912, y que en él participaron integrantes de la toda la elite intelectual británica, tanto de derecha como de izquierda. La idea de que el ser humano es una especie de objeto maleable que se puede mejorar aplicando determinadas técnicas estaba plenamente arraigada en la Europa de las primeras décadas del siglo XX. Y no faltaron tiranos como Stalin que siguieron creyéndolo después de la derrota de Hitler, aunque en su caso el “hombre nuevo” se trató de alcanzar a través de la reprogramación de las mentes y no de la raza, constituyendo lo que Lewis llamó un “condicionador”.

LA RAZÓN HUMILDE DE LEWIS

Sin embargo, a la vez existió después de la II Guerra Mundial una constante entre muchos pensadores que se preguntaron por qué la Razón, el gran ídolo europeo desde la Ilustración, había conducido a la tiranía totalitaria a través de la sacralización de la técnica. Lo interesante es que no fue una escuela de pensamiento en concreto la que reflexionó sobre este tema, sino que lo hicieron integrantes de corrientes de diverso tipo: la neomarxista Escuela de Frankfurt de Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, liberales del estilo de Hannah Arendt, Friedrich Hayek o Isaiah Berlin, y cristianos como Jacques Maritain o Gabriel Marcel. También lo hizo C.S. Lewis, y, a mi juicio, siendo capaz de escribir en apenas cien páginas lo mismo que otros tuvieron que explicar con mucho más papel.

Nuestro autor argumenta en La abolición del hombre que existen dos formas de aproximarse a la realidad: tratarla como objeto o como misterio. No lo dice así explícitamente, pero me permito creer que no me reprocharía vincularle con esta categorización porque es la que hizo Martin Buber, a quien cita al final de la obra intuyendo que, en el futuro,  ofrecería reflexiones muy interesantes sobre estos temas. La diferencia, en cualquier caso, radica en que un objeto es algo que se puede conocer en su totalidad, desgajándose en partes reductibles para un análisis del que nada escapa. Es lo que Lewis llama “naturaleza”, entendida como el ámbito de la existencia conquistado por el hombre y reducido a la cuantificación a través de la abstracción. El misterio por el contrario es lo que define a la persona, de la que mucho puede vislumbrarse pero nada adivinarse, pues la libertad interna y el acontecimiento externo la hacen inasequible a una comprensión absoluta.

C.S. Lewis apostó por una Razón humilde, que, en lugar de violentar la realidad, la acogiera en su totalidad, y actuara como la “Musa pedestris” que se aparecía a los caminantes para inspirarles, frente a la Razón soberbia o lobo feroz que, después de seducirnos, nos pierde 

El error de las ideologías totalitarias consiste precisamente en tratar a los individuos como objetos y no como misterios, o, en palabras de Lewis, en abolir la humanidad reduciéndola a una naturaleza sometida a leyes infalibles. Un filósofo compatriota de Lewis, Michael Oakeshott, habló por esto de la “política del manual de instrucciones” para definir a quienes desconocen la condición misteriosa de la persona, porque creyendo tener la clave de su condición, se limitan a aplicar su ideología pretendidamente científica a todas las situaciones que se les cruzan, como si estuvieran construyendo una máquina. Y el gran problema es que, cuando la realidad no es como describe el compendio en el que creen ciegamente, se ven obligados a destruirla porque les supone un estorbo, siendo incapaces de ver que el mundo particular nunca es sustituible por la ideología abstracta. De ahí que diga Lewis que los cientificistas se parecen a los magos, en tanto que ambos pretenden someter la existencia a su voluntad. Estaría de acuerdo con Ortega y Gasset, que hablaba de “la magia del deber ser” para describir esa fe ciega en las ideologías cerradas.

Pero C.S. Lewis no era irracionalista. La salida postmoderna, que, con precedentes como Nietzsche, llevó desde los años sesenta a negar la existencia de la verdad objetiva, no habría sido de su agrado. Antes de que los seguidores de Lyotard parecieran abocarnos a un mundo relativista, él apostó por una Razón humilde, que, en lugar de violentar la realidad, la acogiera en su totalidad. Para impulsarla defendió la “doctrina del valor objetivo”, que parte de la idea de que el mundo existe con independencia de nuestra mente, negando así el dualismo con el que Descartes inauguró la modernidad filosófica. Sus discípulos más radicales llegaron a creer que la mente humana es todopoderosa y construye la existencia, frente a lo que Lewis sostiene que la realidad está ahí y nuestra mente simplemente tiene que reconocerla tal y como es. Por ello, el mérito que encontramos en algo no es fruto de nuestros sentimientos, sino de aceptar que dicho algo merece ser valorado. Por ejemplo en una persona: su valor es siempre infinito, y de nosotros solamente depende el ser capaces de descubrirlo, digan lo que digan nuestras ideas.

Lewis nos muestra que la existencia no se reduce a datos cuantificables sino que incluye emociones, actos libres y acontecimientos inesperados, comprensibles mediante la imaginación y el ejercicio de la humildad, virtud que debe acompañar a la Razón para no convertir el mundo en un simple objeto a conquistar

Existen, por lo tanto, verdades objetivas, dentro de cuyos límites invita Lewis a que actúe nuestra mente. Al exponer esta tesis no estaba descubriendo nada, sino recordando lo que ya habían planteado escuelas de pensamiento de todas las épocas y latitudes. Él cita como sinónimos de su doctrina las nociones de Ley Natural, Moral Tradicional, Primeros Principios, Razón Práctica… o Tao, que es el concepto que él prefiere utilizar. Seguramente porque Tao significa Camino, y, de forma simple, nos indica lo importante de recordar que el ser humano, como dijo también Ortega evocando a Aristóteles, es un animal proyectivo, siempre caminando hacia un objetivo. Lewis nos recuerda que la Razón humilde es como la “Musa pedestris”, aquélla que se aparecía a los caminantes para inspirarles, mientras que la Razón soberbia es el lobo feroz que, después de seducirnos, nos pierde. Así es porque salirse del Tao significa rechazar la existencia de verdades objetivas, y donde éstas no se encuentran, solamente quedan dos opciones: el puro poder o las emociones aisladas, y con ello dos alternativas políticas, la tecnocracia y la emocracia.

A través de Esa horrible fortalezaLewis nos transporta a una distopía fantástica en la que se impone la primera, aunque, eso sí, una vez que la manipulación de las emociones ha preparado el terreno. En Edgestow, ciudad imaginaria de Inglaterra, se instaura el NICE (siglas en inglés de “Instituto Nacional de Experimentos Coordinados”,  también juego de palabras que nos indica que el poder siempre se presenta de forma agradable). Se trata de un macroproyecto que reúne a científicos de todas las disciplinas, contando con apoyo financiero y patrocinio de las instituciones públicas. Sin embargo, su objetivo, en principio loable, se descubre totalitario, cuando Mark y los demás protagonistas se dan cuenta de que pretende desbancar al Estado para crear una nueva era que, como la querida por Comte en el siglo XIX, llegue a ser “verdaderamente científica”. No se refieren con ello a buscar curas para las enfermedades o a encontrar vías para acabar con la pobreza, sino a construir “un nuevo tipo de hombre” que ya no esté sometido a los límites de su existencia. En palabras de un personaje, Feverstone, “si se le da verdadera vía libre a la ciencia, puede hacerse cargo de la raza humana y reacondicionarla, convertir al hombre en un animal realmente eficaz”. Para lograrlo, el NICE establece una nueva disciplina, la “pragmatometría social”, que, coordinando el trabajo de sociólogos y científicos de todas las áreas, convierte al ser humano en un amasijo de datos abstractos sobre los que trabajar.

Es curioso leer a Lewis, porque este proyecto para él diabólico es exactamente el mismo que ha puesto de moda Yuval Noah Harari, uno de los gurús de nuestros tiempos. En su best seller mundial Homo Deus, propone el “dataísmo” como nueva religión del siglo XXI, en términos similares a los del NICE. Y además con el mismo objetivo: el escritor israelí pretende que el Homo Deus desbanque al Homo sapiens, haciéndolo inmortal y fusionándolo con la tecnología, de un modo que nos recuerda al plan del “Círculo Interno” que dirige el instituto británico. Dice uno de sus integrantes, Filostrato, que el NICE sirve “para sacar de ese capullo de vida orgánica que resguardó la primera infancia de la mente al hombre nuevo, el hombre que no morirá, el hombre artificial, libre de la naturaleza. La naturaleza es la escalera por la que trepamos y que ahora desechamos”. Frente a la persona se nos presenta al cíborg inmaculado y todopoderoso, que Lewis denuncia de forma irónica a través de François Alcassan: un hombre guillotinado cuyo cerebro se ha mantenido con vida, convirtiéndose en el primer hombre-dios. Si en El Señor de los Anillos, su amigo Tolkien presentaba al mal a través del ojo que todo lo ve, Lewis lo identifica con el cerebro que todo lo cuantifica. Es la proyección última y literal de lo que en La abolición del hombre llamó “hombres sin pecho”, o “sin corazón”, según una traducción tal vez más acertada.

GRACIAS A LA IMAGINACIÓN

Al mismo tiempo, Lewis describe una comunidad de personas organizadas contra la tiranía, que incluyen a Mark y a su mujer Jane, a Ramson –al que ya conocen los lectores de los otros dos libros que componen la Trilogía Cósmica de la que forma parte Esa horrible fortaleza–, e incluso a Merlín. De esta manera, el cientificismo es combatido a través de la fantasía, sabiendo el autor que, como escribiera Julián Marías, “la metáfora es una forma de pensamiento científico” y “el medio esencial de intelección”. Gracias a los “macrobios”, a Perelandra/Venus, al reino de Logres, al tolkiniano NuminorLewis nos muestra que la existencia no se reduce a datos cuantificables, sino que también incluye emociones, actos libres y acontecimientos inesperados que son a veces más difíciles de descubrir que lo anterior, y que, gracias a la imaginación, empezamos a comprender. Pero esto requiere la ayuda de una virtud muy olvidada: la humildad, que debe acompañar a la Razón para que el mundo –físico y social– no se convierta en un simple objeto a conquistar. En este sentido, una frase muy interesante que se repite en los dos libros es la siguiente: “Lo que llamamos poder del hombre sobre la naturaleza resulta ser un poder ejercitado por algunos hombres sobre otros hombres con la naturaleza como su instrumento”. No se trata de despreciar la técnica: todo lo contrario, el reto sigue siendo introducirla en el Tao para evitar la abolición de la condición humana. “La verdadera vida es encuentro”, escribe también el Inkling, y, releyéndole, estaremos más cerca de descubrir lo que esto significa.


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