A falta de un mes para las elecciones presidenciales de noviembre en Estados Unidos, ponemos los ojos sobre Tocqueville, un autor que la editorial Rialp nos presenta como el “gran analista de los puntos fuertes y débiles del sistema político y del sistema de organización social americano, que aportó unos pronósticos que se han cumplido y una síntesis de pensamiento que sigue influyendo en nuestros días”.
Juan Bagur Taltavull. Imagen portada: retrato de Théodore Chassériau. Imagen interior: fotograbado de estampa, edición estadounidense de 1899 de ‘La democracia en América’.
En 1831, Alexis de Tocqueville viajó a Estados Unidos para estudiar su sistema penitenciario. Llegaba a una joven República que había sido fundada en 1776, y que se regía por la Constitución de 1787. Él procedía de Francia, protagonista de la famosa Revolución de 1789, y que por aquellos años estaba organizada en una Monarquía dirigida por Luis Felipe I. Los dos países habían dado comienzo a la Edad Contemporánea a través de las llamadas “Revoluciones atlánticas”, que instauraron regímenes liberales que inspirarían el devenir de Europa y del mundo. Pero sus resultados fueron muy distintos: hoy en día, en Estados Unidos sigue vigente la Constitución de 1787, aunque se le han añadido veintisiete enmiendas desde entonces; mientras que Francia va por la quinta de sus Repúblicas, y ha tenido dos imperios, varias revoluciones, y más de una decena de cartas magnas y reformas constitucionales. No es que Estados Unidos haya carecido de conflictos internos, según demuestra la cruenta Guerra Civil de 1861-1865. Pero la inmensa mayoría de sus políticos y ciudadanos han venerado el sistema político y constitucional con el que entraron en la Historia. Ejemplo de ello lo encontramos estos meses en los que se están preparando las elecciones presidenciales, puesto que los dos candidatos, el republicano Donald Trump y el demócrata Joe Biden, pugnan por presentarse como los mejores herederos de 1776 y 1787.
Aunque a veces se ha idealizado el sistema político norteamericano, lo cierto es que supuso un experimento político pionero, mucho más exitoso que el intentado por los franceses.
Por lo menos, así lo creía Tocqueville, cuya familia había sufrido tanto los excesos de los absolutistas partidarios de Luis XVI, como el de los revolucionarios que guillotinaron a este último; y que con la misma fuerza con la que se opondría a la Revolución de 1848, se enfrentaría al golpe de estado de Napoleón III en 1851.
Le atraía la moderación, porque en su viaje a Estados Unidos de 1831 había visto sus resultados, y tanto le sedujo lo que allí percibió, que quiso mostrárselo a sus compatriotas publicando, en 1840, La democracia en América.
Se trata de uno de los libros más influyentes de todos los tiempos, del que lo interesante es que no únicamente sirve para conocer los orígenes históricos del sistema estadounidense, sino también una serie de principios universales que todavía hoy tienen vigencia. De hecho, lo que es más atemporal de la obra de Tocqueville es su descripción de la democracia: no es solamente un sistema político, puesto que ante todo consiste en una estructura cultural y moral. El autor se dio cuenta de que la democracia podía esconder los gérmenes de su propia destrucción si se reducía solamente al cumplimiento de las leyes, y se abandonaba el ecosistema en el que éstas habían germinado. Avanzó tanto los excesos del individualismo radical al que conducía el mundo moderno, como el de los colectivismos que trababan de corregirlo.
Por esto, dividió su libro en dos partes: la primera se centraba en la descripción del sistema político norteamericano, y la segunda, en la de su sociedad civil. Ambos elementos, igual de importantes para el mantenimiento de un régimen liberal-democrático, fueron expuestos en 1840 a lo largo de más de mil páginas. Gracias a esta dimensión titánica, el libro tenía todo lujo de detalles, pero a la vez, se convirtió en un tratado demasiado extenso para la mayoría de los potenciales lectores. Y de ahí el acierto de Rialp, que con solamente ciento doce páginas, ofrece la síntesis con la que el propio autor quiso resumir su obra. Es por lo tanto un librito que interesará a dos tipos de personas: a quienes quieran degustar un aperitivo que les abra el estómago cultural antes de lanzarse al libro completo, y a los que, no teniendo necesidad o tiempo de empacharse con la obra original, pretendan saborearla sin perderse nada de su esencia.
A lo largo de ocho capítulos breves pero intensos, podemos entender las razones por las que Tocqueville creía necesario no bajar nunca la guardia, aunque la democracia se hubiera establecido. Algunos, como los revolucionarios más utópicos, creían que un sistema perfectamente construido resolvería todos los problemas para siempre. Él sabía que la Historia siempre plantea nuevos desafíos, a los que deben responder las instituciones renovándose para que sus principios no mueran, y que el ser humano está irrevocablemente sometido a la corrupción a pesar de lo que las leyes le dicten. Todo ello lo explica a través de uno de los temas que guían todo el libro: la igualdad. Fue el gran principio que animó a los norteamericanos, quienes no en vano encabezaron su Declaración de Independencia con la archiconocida frase que define, como una “verdad evidente”, que “todos los hombres son creados iguales”. Pero la igualdad también tenía dos peligros: por un lado, la anarquía a la que podía conducir la libertad absoluta de quienes no reconocían ningún lazo comunitario; y por otro, la servidumbre en la que podía desembocar la creación de un Estado omnipotente.
De hecho, no es casual que utilice este término, porque señala que, aunque sea con buenas intenciones y buscando crear condiciones de equidad, los Estados modernos pueden convertir a sus integrantes en siervos. Habían nacido para erradicar esta institución del Antiguo Régimen, convirtiendo a los súbditos en ciudadanos libres e iguales ante la ley. Pero si éstos se descuidaban, fácilmente degenerarían en sistemas donde la sumisión al poder hiciera las veces de los antiguos reyes a través de una “nueva servidumbre”.
EDUCACIÓN PARA LA DEMOCRACIA
Tocqueville intuía que la concentración de todo el poder en un único soberano, fuera democráticamente elegido o no, resultaba amenazante. En primer lugar, porque los individuos tendían a abandonar sus responsabilidades, creyendo que el Estado, solamente por el hecho de ser democrático, tenía que encargarse de todo. Es lo que posteriormente otros teóricos han llamado “externalización de la responsabilidad”, que confunde la ayuda que los poderes públicos prestan a los individuos, con los deberes que éstos tienen para con sus semejantes. También se preocupaba por la uniformización a la que conducía el poder centralizado. Ciertamente, era algo beneficioso que las personas pudieran regirse por las mismas leyes con independencia de su clase social o región de procedencia. Pero a la vez, esto eliminaba los contrapesos que tenían los reyes del Antiguo Régimen, que nunca fueron tan poderosos como los Estados liberales que les siguieron. Lógicamente, no planteaba volver al sistema de privilegios repartidos entre las distintas castas y localidades; pero sí idear nuevos métodos, esta vez democráticos, para contrapesar la omnipotencia de los gobernantes.
La sociedad civil era según Tocqueville la respuesta a estos y otros problemas: tenía que existir entre los individuos y el Estado, canalizando la intervención responsable de los primeros, y limitando el “instinto de centralización” del segundo. Era necesario que los ciudadanos se comprometieran con el bien común a través de la asociación voluntaria, manifestada en agrupaciones vecinales, iglesias, clubes… y que se generara así una “nueva aristocracia”: en la era del Antiguo Régimen, los nobles limitaban el poder de los reyes con el suyo propio. En la era democrática, los ciudadanos ilustrados, y organizados en asambleas, debían hacer lo mismo en relación con el Estado. Nada era más peligroso, aseguraba Tocqueville, que dejar todo en manos del gobernante y obedecerle ciegamente, justificándose con la idea de que por lo menos había sido elegido. Él estaba firmemente convencido de que la educación de las personas era fundamental para que pudiera sobrevivir la democracia.
En definitiva, si La democracia en América siempre ha sido una lectura recomendable para la educación ciudadana, esta edición brevísima de Rialp facilita que hoy en día sea además asequible para todos. Aunque las condiciones sociales, económicas, políticas e históricas han cambiado sustancialmente en los últimos ciento ochenta años; la lógica del poder y la irracionalidad del comportamiento humano siguen siendo prácticamente iguales. De ahí que todos podamos sacar conclusiones interesantes de este libro, compartamos o no la ideología de su autor, y analizar mejor los acontecimientos que ocurren en España, en Europa, y en el resto del mundo. Hechos como el radicalismo ideológico, el debate sobre la descentralización política, la relación del Estado con los hoy llamados “agentes sociales”, la burocratización… no son cosa nueva, sino muy vieja. Por eso, antes de improvisar conviene escuchar a los que pueden enseñarnos algo, y Tocqueville es en este sentido un magnífico consejero.
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