La información me dejó inicialmente un poco perplejo. Adele y su exmarido “han llegado a un acuerdo de divorcio en el que ella se compromete a no escribir sobre la relación sentimental que tuvo con él y que hace dos años se rompió definitivamente”. Según el artículo (antena3.com), con información de The Sun, todo había ido de forma amigable, pero el hecho que el primer éxito de la cantante británica contuviera una declaración, canción a canción, del proceso de ruptura con el que fuera su novio a los 18 años, ha hecho que el exmarido le solicitara confirmación por escrito de no utilizar sus desavenencias como material artístico.
Joaquín Mª Aguirre. Imagen portada: detalle Carlota en Weimar (Debolsillo). Retrato (interior): Goethe, Karl Joseph Stieler, 1928.
Un hijo por medio ha contribuido a que Adele aceptara dedicar sus composiciones a otras zonas de su existencia. Parece que la cantante vuelca tanto su vida en las canciones que su antiguo novio “exigió, tras el primer disco de Adele, la concesión de royalties por sentirse inspirador de sus historias. Bajo su juicio, muchas de las canciones y posteriores éxitos de la artista en su álbum 19 se debieron a su ruptura”.
Desde que los literatos occidentales (creo que esto es un problema nuestro) se decidieron a olvidarse de los viejos mitos y motivos clásicos para centrarse en su ombligo y vicisitudes, la idea de convertir a los otros en espectadores de nuestros propios dramas, por vulgares que fueran, fue una tentación irresistible.
Es eso que llamamos, con cierto orgullo, “carácter autobiográfico” de la obra y que sirve para extasiar a los críticos y biógrafos, empeñados, muchas veces, en saber quién es esa o ese “A.V.” que se esconde detrás de esas o cualquier otras letras. No podemos renunciar a la experiencia vivida, ni siquiera a las vidas imaginarias con las que nos sustraemos de la monotonía dándole un tono heroico a cualquier cosa que se hace.
Pero, con todo y con eso, hay enormes diferencias entre usar lo vivido y “contar nuestra vida”.
Ese “¡no me cuente usted su vida!” con el que despachamos a los pelmazos, sin embargo, lo usamos con profusión, y algunos con descaro, para intentar convencer a los intrigados lectores sobre las vidas aparentemente apasionantes de muchos escritores.
De entre todos los artistas, nadie fabrica mejor su propio mito que los literatos. Quizá sea porque el lenguaje y las historias son la base de su arte, frente a otros que dependen menos del interior o, sencillamente, son menos biográficos. No sé si hay algún pintor que sea permanentemente el centro de su obra, pero sabemos de algunos que les gusta mostrarse en espejos y demás instrumentos y de músicos que juran que sus melodías salieron de algún dolor específico o general al que le dieron forma. Pero no creo que nadie supere a los poetas en sentido amplio. Nadie le da mejor escaparate al dolor que el poeta hablando de sí mismo.
LA CULPA LA TUVO BYRON
Quizá todo comenzara a salirse de madre con Byron, del que todo el mundo sospechaba que cualquier personaje desgraciado era él disfrazado de pirata, de héroe bíblico o lo que tocara. Creo que con Byron se crea el primer escritor que se cubre con sus alegrías y pesares, más de los últimos. El caso del escritor quejumbroso llega a convertirse en recurrente y objeto de broma de los realistas y naturalistas que llegarían después presumiendo de estar distantes de sus materias y ser todo ojos y oídos para no dejar ni un centímetro de la realidad sin contar. Pero no es tan sencillo.
Lo primero que me vino a la mente al leer la noticia del pacto de Adele de dejar su vida fuera a requerimiento del que no quería estar dentro, es decir, su ya exmarido, fue un libro de Thomas Mann, Carlota en Weimar, una novela escrita en 1939, cuyo centro es el encuentro de Lotte (Carlota), el personaje femenino del que se enamora el joven Werther, el héroe de su novela epistolar, la que le lanzó a la fama por toda Europa.
Mann nos cuenta el encuentro entre una Lotte madura, que acude acompañada de su hija a Weimar, un maduro Goethe, convertido en Consejero en la ciudad-estado, al servicio del Gran Duque. Es el encuentro entre dos personas que sirvieron de modelos a los personajes del propio Goethe, transformado en Werther, y de aquella juvenil Carlota, centro de sus miradas y amor, ahora transformada en esa Carlota “real” que le sirve a Mann para plantear varios problemas de la Literatura y la vida misma. La propia Carlota madura se los planteará a su antiguo enamorado, ahora autor mundialmente célebre y político responsable.
El planteamiento es inicialmente sencillo: Goethe tenía derecho a hablar de sí mismo y presentarse como Werther ante el mundo, ¿pero tenía derecho a hacerlo con una Lotte que se vio marcada toda su vida por un personaje que todo el mundo identificó sin preocuparse en qué era real y qué ficticio, salido de la imaginación poética de Goethe? El autor sale de su obra camino de la fama que busca, ¿pero qué pasa con sus personajes cuando estos quedan expuestos en sus obras, condicionadas sus vidas por cómo son percibidos por los miles de lectores que les identifican? En términos de la cantante Adele, su exnovio intentó cobrar derechos por haber sido expuesto en las canciones de la compositora y cantante, y en los de su exmarido, ha conseguido evitar convertirse en la “Lotte” de turno de las canciones de ella. Es probable que a Lord Byron le encantara que le identificaran con sus personajes, pero no todo el mundo es Lord Byron ni tienen su afán de protagonismo.
En términos generales, el pasar a primer término el autor es relativamente moderno. Muchas de las obras que hoy nos resultan conocidas pasaron muchos años bajo pseudónimo o sin que figurara el nombre de su autor. Quizá tuviera que ver el cambio de estatus del artista, cuando empezó a tener un público más allá de los nobles que le daban algunas bolsas con monedas. Creo que es indudable que, en el siglo XVIII, este salto se va dando en los autores de novelas y poetas, que comienzan a adelantar a los que eran entonces más populares, los teatrales, que eran los que tenían contacto directo con el público. Pero todo debe entenderse en términos muy relativos, pues nada tenían que ver con nuestro universo mediático de fachadas, donde a veces se crea primero al autor y después la obra (que incluso puede no haber sido escrita por quien figura en la cubierta). Se empieza por la imagen, que es lo que vende y luego ya se verá si hay talento, que siempre se podrá arreglar. No vamos a citar nombres.
VIVIR PARA CONTAR
En la obra Poesía y verdad, en la que Goethe hace un repaso final de su vida y obra, encuentro unos pasajes de interés para esa relación entre vida y arte que tanto le preocupó y sobre la que se reflexionará posteriormente por parte de muchos autores, indagando en las sendas abiertas por él hacia direcciones distintas. En el primero de ellos, Goethe escribe sobre el recuerdo de la ya lejana época del Werther:
En realidad, sería inútil que el poeta tratara de invocar ahora sus ensombrecidas fuerzas anímicas. En vano les exigiría que volvieran a hacer presentes aquellas tiernas circunstancias que tanto contribuyeron a embellecer su estancia en el valle del Lahn. Afortunadamente, su genio creador ya se había ocupado anteriormente de ello y lo impulsó a capturar en sus ricos años de juventud lo que por entonces acababa de acontecer, a describirlo y a presentarlo públicamente, con considerable osadía, en una hora propicia. No será preciso que especifique que me estoy refiriendo al librito del Werther. Sin embargo, sobre las personas que aparecen en él, así como de las mentalidades que en él se describen, aún quedan algunas cosas por revelar.
Es interesante que la lectura, en la distancia, que hace Goethe de su propia vida y circunstancias sea en términos de conservación. El poeta ha dado cuenta de lo que le sucede dejando testimonio de sí mismo. Hay en ello un característico sentido de excepcionalidad del propio Goethe respecto a su vida. Lo que no se escribe en el momento, reflejando el aquí y el ahora, se pierde. Werther es un momento de su vida. Pese a señalar los distintos elementos que unificó en el personaje y la trama, Werther es Goethe. La obra goethiana es una constante reflexión sobre el tiempo y su paso o, si se prefiere, sobre el valor del instante, tema clave en todo el Fausto, la obra de toda su vida. Momento y desarrollo confrontan las dos formas de ver la vida, como momentos plenos y como parte de una sucesión. Son los puntos que definen la línea en su recorrido. La forma, un concepto también clave en la estética y ética goethiana, se revela en los acontecimientos, mostrando un cumplimiento del destino, dando sentido y unidad a una vida grande. Goethe creía en la vida, en su vida.
El segundo pasaje de Poesía y verdad que es relevante para esto es el siguiente, siempre referido al Werther:
[…] a la fuerza tuve que insuflar a aquella obra que me había propuesto todo ese ardor que no admite distinción alguna entre lo poético y lo real. Exteriormente me había aislado por completo, incluso había prohibido las visitas de mis amigos, y así también interiormente pude dejar a un lado todo lo que no formara parte directa de mi empresa. Por el contrario, reuní todo lo que tenía alguna relación con mi propósito y me recordé a mí mismo el último período de mi vida, cuyo contenido aún no había empleado poéticamente. Bajo tales circunstancias, tras tantas y tan largas preparaciones en secreto, escribí el Werther en cuatro semanas, sin haber puesto antes por escrito ningún esquema general ni haber tratado por separado ninguna de sus partes.
Es sorprendente la expresión “cuyo contenido aún no había empleado poéticamente” porque revela ese sentido del “vivir para contar” y no del alimenticio “contar para vivir”. La “vida” (algo más que el mero acontecimiento) es esencial para que la poesía sea verdadera en un sentido pleno y no de fact check. La “verdad” del arte no es la fidelidad a los hechos, sino algo más, la que define algo que hoy nos parece pretencioso, pero entonces no tanto y menos a Goethe, un “alma grande”. Es algo que define al verdadero artista, no al que aparenta serlo.
Quiero introducir un tercer fragmento en el que Goethe hace una profunda reflexión sobre el arte y la vida. Es una suerte de conclusión sobre lo que le enseñó su Werther y lo que el mundo no aprendió:
El efecto que tuvo este librito fue grande, incluso descomunal, y lo fue sobre todo porque apareció en el momento oportuno. Pues al igual que basta con un poco de pedernal para hacer estallar una potente mina, así también la explosión que se produjo en el público fue tan poderosa porque la juventud ya se había socavado a sí misma, y la conmoción fue tan grande porque a cada cual lo hicieron estallar sus exigencias desmesuradas, pasiones insatisfechas y penas imaginarias. No se le puede pedir al público que reciba de forma igualmente espiritual una obra nacida del espíritu. En realidad lo único que se tuvo en cuenta fue el contenido, la materia, como ya había tenido ocasión de experimentar con mis amigos, y junto a ella reapareció ese viejo prejuicio, causado por la singular dignidad que caracteriza a todo libro impreso, de que aquello tenía que tener un fin didáctico. Sin embargo, una representación verdaderamente artística nunca lo tiene. No aprueba ni reprueba, sino que desarrolla los pensamientos y los actos en su sucesión natural, y es así como nos ilumina e instruye.
Lo que viene a decirnos que a nosotros, plebeyos culturales, nos importan los contenidos, el quién es quién, pero ¿qué importa eso? El problema de Lotte, que el egoísmo de Werther la condenó a ser señalada toda la vida con el dedo del cotilleo, sin preocuparse de que, gracias a ello, había servido como andamiaje de un personaje inmortal, parte de una obra que hoy, pasado casi dos siglos y medio nos sigue diciendo algo, hablándonos si sabemos escuchar y entender su lengua.
Traducido en términos de la cantante Adele podría formularse así: “Tú, pelmazo, exnovio de Adele, ¿crees que nos importas un pimiento?”.
Están aquellos a los que les importa la “verdad” de la canción, la estética o poética; luego está aquello que importa al que no es capaz de ir más allá del cotilleo, los que ven el mundo por una cerradura y son capaces de guiñarte el otro con gesto de complicidad, como si estuvieran dentro de un gran secreto.
Desgraciadamente hay mucha mal llamada crítica empeñada en desentrañar estos secretos cuando se enfrentan a un texto. Si no hay secreto, no tiene gracia. También hay un público, como señala el propio Goethe, que tiene que ser alimentado con este tipo de restos orgánicos de la historia.
Thomas Mann sufrió algo por el estilo desde su primera gran novela, Los Buddenbrook, en donde todo el mundo se empeñó en saber quién era el que estaba detrás de cada personaje. Le paso con muchas de sus obras. Había aprendido de su maestro Goethe, una sombra constante en su vida.
El artista necesita de la vida porque vive sumergido en ella. Hay una distancia entre el romántico que vive para contar y el posmoderno que lee para hacer como que ha vivido. Para el verdadero posmoderno, el universo es el de los textos, el de la cultura y sus relaciones. Cada vez hay más obras en donde a alguien que le gusta leer le pasa algo. Hay demasiadas páginas, demasiadas pantallas, demasiada mediación entre nosotros y la vida.
Pocos autores han tenido esa autoconciencia de vida y obra como Goethe, uno de los “inmortales” que le salvan la vida a Harry Haller, en El lobo estepario, de Herman Hesse, otra persona cuya vida merece ser obra y su obra, vida.
Goethe se quejó siempre de esa obsesión de desentrañar lo que para él no tenía ninguna importancia, el secreto de la Lotte real. No acababa de entender esa fascinación por lo circunstancial en detrimento de lo esencial, el logro estético:
En el ejercicio de mi trabajo no se me pasaba por alto lo favorecido que estuvo aquel artista al que dieron ocasión de hacer el estudio de una Venus a partir de varias bellezas distintas. Del mismo modo, también yo me tomé la libertad de dar forma a mi Lotte a partir de la figura y de las cualidades de varias encantadoras muchachas, por mucho que tomara los rasgos principales de la más amada. De ahí que el público atento pudiera descubrir parecidos con varias mujeres distintas, y tampoco a las damas les resultaba nada indiferente que fueran tomadas por la correcta. No obstante, tal cantidad de Lottes me infligió infinitos tormentos, pues todo el que me veía exigía saber de una vez por todas dónde vivía la real. Al igual que Nathan, traté de salir del paso con los tres anillos, en una escapatoria que sin duda complacía a los caracteres más elevados, pero con la que ni los devotos, ni los lectores estaban dispuestos a conformarse. Alimenté la esperanza de verme pronto libre de aquellos penosos escudriñamientos, pero me han acompañado durante toda mi vida. En mis viajes, trataba de salvarme de ellos mediante el incógnito, pero también este medio auxiliar se vio frustrado una y otra vez, de manera que el autor de aquella obrita, si es que realmente ha hecho algo malo y pernicioso con ella, ya se ha visto castigado con creces por tanta insistencia ineludible.
QUIERO LLORAR POR MÍ
La referencia al Nathan el sabio, la obra de Lessing, no es casual. Para no entristecer a varios hijos, el padre hace dos copias de un anillo original y no les dice cuál es el verdadero. De la misma forma, dice Goethe que intentó evadirse el problema de las varias Lottes, pero solo una era la amada que había desencadenado su drama personal. No obstante, nos dice, nadie se contentaba con esta solución; les importaban los hechos y no la verdad del arte, la verdad de la vida que se desarrolla ofreciendo la materia del arte.
Hoy, en los tiempos del selfi, es difícil tener algo verdaderamente vital que contar, mucho viaje y muy poco movimiento interior. Se puede leer por muchos motivos, al igual que escribir, pero es difícil edificar esa forma que el arte completo requiere. Todos podemos contar historias interesantes, incluso teniendo una vida sin interés. Pero el objetivo es el Arte, no nuestra vida, lo que nos haya pasado, o la de otros. Pero ¿creemos todavía en el Arte?
Recuerdo un viejo profesor que nos contaba que, después de terminar de leer una cierta obra (el lector debe reprimir su curiosidad), la cerró y besó su cubierta. Curiosamente era una obra que también me había conmovido. Era un gesto de respeto y reconocimiento. Son muy pocas las de este tipo que te encuentras en la vida. Esa frase de Goethe en la cita, sobre que la verdadera obra de arte “no aprueba ni reprueba, sino que desarrolla los pensamientos y los actos en su sucesión natural, y es así como nos ilumina e instruye”, merece lugar como tatuaje en las pieles de algunos, ocupadas ya con cosas mucho más prosaicas.
Por eso mantienes esas obras en el recuerdo y vuelves a ellas o, mejor, ellas llegan a ti cuando te son necesarias. Las grandes obras nos acompañan entrelazadas en nuestra existencia, como partes vivas de nuestra memoria, algo que el sistema educativo no ha entendido todavía.
Así que, Adele, canta lo que sientas y haznos sentir no los problemas con tu ex, sino los nuestros, aunque se esté soltero. Es precisamente nuestra capacidad de sentir lo que el arte pone en marcha. No quiero llorar por ti, quiero llorar por mí.
LO