Una luminosa mañana de primavera de 1953, Aldous Huxley tomaba cuatro décimas de gramo de mescalina disueltas en medio vaso de agua y se sentaba a esperar la reacción que le provocaba la ingesta. Contaba con la supervisión del doctor Humphry Osmond y la asistencia de su primera mujer, María. Hoy recordamos esta iniciación del escritor en la psicodelia mística para recomendar algunas de sus obras con las que profundizar en los modos del genio y su filosofía sobre la trascendencia y el conocimiento. Todas ellas son el necesario acompañamiento a su libro más popular, Un mundo feliz, del que esta misma semana Debolsillo ha lanzado una nueva edición.
Maica Rivera. Foto portada: Collected Short Stories (Aldous Huxley, Ivan R. Dee)
Fue en su ensayo Las puertas de la percepción (Edhasa), publicado un año después, en 1954, donde Aldous Huxley registró con detalle la secuencia literaria de este experimento fuera de lo común pero arraigado al respeto de una tradición arcaica. El resultado es un clásico de menos de cien páginas, sugestiva muestra de su lúcida prosa, que desarrolla la narración cronológica de la experiencia. ¿Y qué misterios nos revela su incursión de Prometeo? ¿Cuál es la conclusión más impactante sobre la identidad y el cosmos que nos trae del otro lado? Luces y colores preternaturales, y, más allá, plena conciencia de un mundo exterior transfigurado, independiente y ajena a la del propio organismo físico.
Llama la atención, sobre todo, el empeño sincero de Huxley por reivindicar una nueva y revolucionaria objetividad, acarreada a través de la supuesta purificación de la percepción mediante el alucinógeno, tomado éste como vehículo imperfecto pero aceptable para alcanzar lo que denomina “Inteligencia Libre” y una “visión sacramental” de la realidad con la que contemplar “el Todo en cada esto”.
Pero lo que verdaderamente conmueve hoy es justo lo contrario: que todo el fenómeno llega teñido de la más íntima subjetividad. De hecho, el experimento estuvo concebido y, en consecuencia, dirigido por una apasionada búsqueda interior, orientada a priori hacia “el insondable misterio del puro ser”, en lo que parece un intento desesperado por minimizar el salto de fe que separa al hombre de lo divino.
Podría parecer más poético que pragmático el primer puente que trató de construir con el objeto de unir ciencia y filosofía de expansión de la conciencia. Sin embargo, Huxley defendió hasta el final el uso de las sustancias psicodélicas como parte de una utópica técnica de misticismo aplicado. Eso sí, con matices que muchos críticos pasaron por alto, en el ardor ciego del ataque, poco certeros o dejándose corromper por el sensacionalismo protagonizado por un intelectual de prestigio.
LA ATENCIÓN A LO SAGRADO
Hay que subrayar ante la polémica que, en Las puertas de la percepción, el escritor británico manifestó no ser “tan insensato como para equiparar lo que sucede bajo la influencia de cualquier droga con la realización del fin último y definitivo de la vida humana: el esclarecimiento, la Visión Beatífica” y estipuló que la experiencia con alucinógenos equivaldría “a lo que los teólogos católicos llaman una gracia gratuita, no necesaria para la salvación pero que puede ayudar a ella”. Apelando al visionario William Blake, se mantuvo firme en la creencia de que únicamente el artista está congénitamente equipado “para ver todo el tiempo lo que los demás vemos únicamente bajo la influencia de la mescalina”.
Entre 1953 y 1963, tuvo diez o doce experiencias psicodélicas químicamente inducidas, pero “la cantidad total de droga ingerida durante ese período no fue mayor de la que muchas personas toman hoy en una sola semana, y a veces en una sola dosis”, valoró su segunda mujer, la psicoterapeuta Laura Archera, en el libro Este momento sin tiempo (Árdora).
Es ésta una obra singular y sobrecogedora, testimonio de cómo Huxley llevó sus creencias hasta las últimas consecuencias. Publicada en 1968, cuenta que el escritor pidió que se le inyectara LSD en el lecho de muerte. Se encargó de ello la propia Laura, mientras le alentaba: “estás haciéndolo muy bien, por voluntad propia y con plena consciencia, ligero y libre, te estás yendo hacia la luz”. No es casual que sus dos únicos libros con dedicatoria sean Las puertas de la percepción, para su primera esposa; y La isla (Edhasa), para la segunda.
En esta última novela (1962), aparece una droga que, a diferencia del soma de su más famoso título Un mundo feliz (1932), no es para los escapistas sino, al contrario, para los que “prestan atención” como principio ético fundamental. El nombre de esa sustancia, correspondiente al término hindú para la liberación del hombre de las ataduras del karma, da título a un volumen de referencia que facilita la comprensión de las principales claves del pensamiento huxleyano sobre la temática: Moksha (Edhasa). Se trata de una obra, bastante completa aunque no exhaustiva, que resume con claridad el encendido ideario del escritor respecto “al poder de los alucinógenos para despertar el sentido de lo sagrado en una civilización atrapada por la tecnología y desdeñosa, cuando no claramente hostil, a las revelaciones místicas”.
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