No hay verdadero escritor que no se detenga un día y trate de reflexionar sobre el sentido y efecto de escribir. Muchos escriben, sin más. Otros, más reflexivos, quizá sorprendidos por alguna epifanía, tratan de comprender ese don o servidumbre, que de ambos tiene la escritura.
Joaquín Mª Aguirre. Foto portada: Trastos, recuerdos de Anna Bikont, Joanna Szczęsna (Pre-Textos) Foto interior: Correo literario (Nórdica)
Son probablemente miles y miles de páginas escritas —muchas se quedaron en reflexiones— sobre lo que supone escribir, fijar sobre una materia unos signos de distintos tipos que nos trascienden. No siempre tienen la atención del público, pero suelen gustar a los autores y a la crítica en busca de secretos del arte, de una mejor comprensión de su funcionamiento.
Imaginación y escritura son dos momentos, cada uno con su propia dimensión, con la palabra como mediadora, como instante fugaz que pasa de la idea al papel. El paso de uno a otra sigue siendo el salto de una frontera muchas veces vigilada. Quizá una de las hermosas y sutiles reflexiones sobre lo que significa escribir, crear mundo imaginados, se la debamos a la gran poetisa polaca Wislawa Szymborska, ganadora del premio Nobel. Tiene un poema titulado “La alegría de escribir” —publicado en su obra ¡Qué monada! (1967)— en el que indaga lo que supone la escritura poética. Ya desde los primeros versos, Szymborska se plantea la realidad, el estatus de lo escrito:
¿Hacia dónde corre por el
bosque escrito el corzo
escrito?
¿A saciar su sed a orillas del
agua escrita
que le calcará el hocico cual
hoja de papel carbón?
¿Por qué alza la cabeza?, ¿ha
oído algo?
Sobre sus cuatro patas,
prestadas por la realidad,
levanta la oreja bajo mis
dedos.
(Paisaje con grano de arena. Antología 1957-1993, 1997. Trad. Jerzy Sławomirski y Ana María Moix)
En un poema “tradicional” nos habríamos encontrado con algo así:
¿Hacia donde corre por el
bosque el corzo?
¿A saciar su sed a orillas del agua
que le reflejará el hocico?
¿Por qué alza la cabeza?
¿ha oído algo?
Sobre sus cuatro patas,
levanta las orejas.
De él he eliminado las referencias a su carácter de escritura. Es una ilusión. Lo que hace Szymborska es interferir en nuestra lectura haciendo que no olvidemos que estamos leyendo, que estamos ante palabras sobre el papel. Nuestra tendencia es a dejarnos arrastrar por la imaginación, a ser seducidos por las palabras que quieren ser olvidadas en beneficio de lo imaginado. El “ciervo” escrito, el “agua” escrita, el “reflejo” calcado como papel carbón… Y se introducen el “préstamo de la realidad” (lo que se toma de ella) junto a los “dedos” de la escritora, que son los que marcan el papel con la tinta, los que insertan los signos.
¿Por qué deshacerse de la ensoñación, del imaginar y obligarnos a mirar el papel, la mediación que tenemos delante? ¿Por qué mirar en esa dirección contraria a la imaginación del lector? La idea, creo, es hacernos comprender el acto de la escritura, la escritura misma. Leemos más adelante:
Una gota de tinta contiene una
sólida reserva
de cazadores, apuntando con
un ojo ya cerrado,
preparados para el descenso
por la pluma empinada,
para cercar al corzo y llevarse
el fusil a la cara.
De nuevo los dos planos. En esa gota de tinta está el siguiente momento, lo que llegará. A los “corzos escritos” siguen ahora los “cazadores escritos”, todavía contenidos en la tinta, por aterrizar en el papel. Se deslizarán —¿metafórica, realmente?— por la pluma inclinada como por un tobogán hasta llegar al papel donde quedarán fijados. Lo que era tinta, será palabra y lo que es palabra será imaginación. Lo que es palabra, signo, ya es. Pero es de una manera distinta a lo que es fuera del papel, en la realidad misma a la que evoca.
El final de la composición es toda una poética que recuerda de quién es la mano que controla la pluma de la que surge la escritura que contiene un mundo. La parte final del poema es un espejo frente al momento de escribir y la naturaleza de lo escrito:
Olvidan que esto, lo de aquí,
no es la vida.
Aquí, negro sobre blanco,
rigen otras leyes.
Un abrir y cerrar de ojos
durará cuanto yo quiera,
se dejará fraccionar en eternidades minúsculas
llenas de balas detenidas en
pleno vuelo.
Nada sucederá si yo no lo ordeno.
Contra mi voluntad no caerá la hoja,
ni una brizna se inclinará bajo
la pezuña del punto final.
Otras leyes, sí. Es el descubrimiento de la fuerza sobre ese mundo, sobre todas y cada una de sus partes, completadas a base de palabras descendidas por esa rampa que es la pluma de la que se nos ha hablado. A Szymborska le gustan los juegos de la ironía y esta es siempre una distancia, una ruptura de la ilusión, como nos recordó el maestro romántico Jean Paul Richter. La autora descubre el poder que posee sobre ese mundo que se desliza hacia el papel. Pero ese poder se limita a lo que la tinta ha marcado. Las preguntas cruciales surgen entonces como una avalancha:
¿Existe, pues, un mundo
cuyo destino regento con
absoluta soberanía?
¿Un tiempo que retengo con
cadenas de signos?
¿Un vivir que no cesa si éste
es mi deseo?
LA TINTA DE LA VIDA
¡Ah, el poder…! “Regentar”, “soberanía”, “cadenas”, el “deseo”, el ordeno y mando… ¿Es quien escribe tan poderoso en ese mundo creado, un mundo que puede ser detenido con tan solo un gesto, con levantar unos milímetros la pluma del papel, cortando el flujo de su existencia? Las preguntas ponen frente al espejo a la diosa creadora de ese universo que se desliza y recoge en el papel. El tiempo es encadenado con los signos; la vida sigue mientras no cese la escritura… Sí, pero…
El final del poema de Szymborska nos devuelve a través de la ironía a la paradoja del rey de un mundo, pero impotente en otro, el que corre sin remisión rodeando el mundo del papel, de lo escrito. ¡Ay!, podemos controlarlo, pero no podemos sustraernos a nuestro propio destino. Todo es ilusión, olvido de lo que se va.
Alegría de escribir.
Poder de eternizar.
Venganza de una mano mortal.
Es la ironía final la que nos deja el sentido: “mano mortal”. Es la misma mano que escribe mundos eternos, fijados como vida al margen de la vida, la que no puede sustraerse a su propia mortandad. Nuestra venganza contra el tiempo que nos arrastra es precisamente dejar mundos sin tiempo, alejados de la destrucción. ¡Un pobre consuelo el de esta venganza! El poema, la novela… son burbujas sustraídas a la erosión del tiempo, expulsadas hacia una dimensión diferente desde el tiempo que pasa, la vida que se nos escapa. De un mundo a otro.
El poema de Wislawa Szymborska juega con el poder de escribir, algo que surge en nosotros y debe alejarse para poder perdurar. No es la primera vez que se define el arte como una burla de la muerte. No era otra cosa lo que buscaban los antiguos con poemas y estatuas. Sabían que la verdadera muerte es el olvido. Querían ser recordados.
La venganza de los mortales contra el tiempo es el arte, la palabra que sale de nosotros y se desliza por esa pluma inclinada, con tinta de vida hacia un universo en el que poder refugiarse y dejarnos ser recordados. Es todo lo que nos queda a los mortales.
LO