En esta efemérides de su fallecimiento, podemos decir Manuel Azaña es un personaje histórico conocido entre la mayoría de los españoles casi exclusivamente por haber sido una de las figuras clave de la II República. Sin embargo, hay mucho más. Para profundizar en ello, aprovechamos la publicación de la completa edición de El jardín de los frailes por Drácena, que está acompañada de una aparato crítico de más de ciento cuarenta notas y un prólogo del profesor Ángel Luis Prieto de Paula.
Juan Bagur Taltavull. Imagen portada: dibujo de Tomás Muñoz.
Fue Azaña, en efecto, uno de los impulsores del Pacto de San Sebastián de 1930 y, destronado Alfonso XIII, ostentó tanto el cargo de presidente del Consejo de Ministros –equivalente del actual presidente del Gobierno– como el de presidente de la República–jefe del Estado. Durante esos años, acuñó frases icónicas como la polémica “España ha dejado de ser católica”, o una serie de discursos entre los que se incluye su famosa, aunque a la altura de 1938 ya tardía, exigencia de “Paz, piedad y perdón”. No en vano, también fue un orador de primera línea, que colgaba el “no hay billetes” en las plazas de toros al movilizar a miles de seguidores, contribuyendo así a lograr que los españoles transitaran desde la Dictadura de Primo de Rivera hasta la politizada sociedad de masas de los años 30. Durante la II República que se proclamó entonces, le tocó en suerte impulsar algunas medidas que le harían convertirse en el símbolo de una de las dos Españas que se acabarían enfrentando en 1936, incluyendo, entre ellas, la reforma militar, la defensa del autonomismo catalán o la política anticlerical.
En definitiva, Manuel Azaña ha pasado a la Historia como encarnación de la II República, pero su figura es mucho más rica y compleja, y cualquier persona interesada en la España de comienzos del siglo XX debe conocerla: ni todo en Historia es política, ni en el caso español únicamente explican nuestro presente los años que se inician al derribarse la monarquía en 1931. De ahí que sea menester desvelar a un Azaña que ha quedado más oculto, el intelectual y literato, integrante como Ortega o Marañón de la Generación del 14 y, aparte de otras muchas cosas, presidente del Ateneo de Madrid o autor de libros de gran éxito. Entre ellos, Vida de don Juan Varela, por el que obtuvo en 1926 el Premio Nacional de Literatura, o el que ahora nos ocupa, El jardín de los frailes.
Se trata de una obra escrita entre 1921 y 1927, en la que un joven Azaña aprovecha su experiencia en el colegio universitario de los Padres Agustinos de El Escorial para meditar sobre España y los españoles, narrando también su evolución adolescente y la pérdida de su fe católica. Tal y como expone Ángel Luis Prieto de Paula, que escribe el prólogo de la reciente edición de Drácena, El jardín de los frailes no es únicamente una “novela pedagógica”, ni tampoco es posible reducirlo a un panfleto anticlerical. Esta reflexión sobre la experiencia que vivió desde el curso 1893-1894 es una de las contribuciones del autor al debate sobre el llamado “problema de España”, que impulsado por regeneracionistas y noventayochistas, aún parecía lejos de estar resuelto.
La solución que él proponía, al igual que la del resto de integrantes de la Generación del 14, pasaba por la modernización y la europeización, y de ahí que El jardín de los frailes constituya una feroz crítica a la idealización de España como nación de pasado imperial y glorioso.
En este sentido, es fundamental la contraposición entre las dos ciudades que aparecen en el libro: Alcalá de Henares y El Escorial. En la primera, Azaña nació; y a lo que simbolizaba, retornó después de que su niñez intelectual muriera en la sierra madrileña. Si muchos compatriotas admiraban con nostalgia la obra majestuosa que Felipe II construyó allí en honor de San Lorenzo, cuya solidez desafiaba el paso de los siglos encarnando la esencia de la España imperial derrotada en 1898, Azaña despreciaba lo que concebía como un “tabernáculo de la muerte, recordatorio de la agonía, yerta cámara de difuntos”. Era un monumento que poco ofrecía al patriotismo, fuera de ensoñaciones ridículas como las que percibió al estallar la guerra contra Estados Unidos, cuando muchos hablaban de conquistar Nueva York o recuperar la Florida, aunque a la hora de la verdad, según retratara Pío Baroja en El árbol de la ciencia (1911), las derrotas de Cavite y Manila les importaron menos que ir al teatro o a los toros.
Es menester desvelar a un Azaña que ha quedado más oculto, el intelectual y literato, integrante como Ortega o Marañón de la Generación del 14 y, aparte de otras muchas cosas, presidente del Ateneo de Madrid o autor de libros de gran éxito
Frente a la indiferencia que generaba una idea de nación ideologizada, Azaña sostenía que “el ser de español reside en las artes, que no en obras políticas”, y por esto, frente al monasterio de El Escorial, él revindicaba al literato de Alcalá, Miguel de Cervantes. A su mirada, y a la de los demás escritores y poetas, había que volver los ojos para encontrarse con el rostro de la patria. Quienes tenían sensibilidad para detectar las emociones que brindaba el paisaje podían transmitir un “ser de España perenne”, porque las luces de las montañas y la claridad del agua ofrecían mucho más que la tosquedad del “hostil” monasterio. Él mismo lo había experimentado, puesto que en su crisis de fe había sido fundamental la sustitución de la metafísica por la emotividad paisajística, y por ello abandonó al Dios personal en favor de una religiosidad pagana y panteísta con la que pretendía dejar de ser el “orangután domesticado” en el que, a su juicio, le convertía la enseñanza recibida. El colegio atrofiaba su conexión con el universo, y, por ello, se refugiaba en el único espacio donde veía posible la comunión con el ingrediente divino del mundo: el jardín de los frailes, que da nombre al libro.
Finalmente, resaltar que más allá de su contenido, la calidad estilística de la obra es enorme. La pluma de Azaña logra transmitir esas emociones que tanto le atraían, y casi convencernos de por qué las divinizó, pues si algo rebosa en el libro es el lirismo y la poesía de algunas de sus descripciones. Por otro lado, la presente edición es perfecta para lograr el objetivo que apuntábamos al comenzar estas líneas, porque facilita al gran público la comprensión del Azaña literato: son numerosísimas las notas a pie de página, algo excesivas para el lector que conozca bien el tema, pero de gran ayuda para el que desee introducirse en la obra de quien, más allá de su faceta política, fue integrante esencial de la Generación del 14.
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