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APUNTALAR NUESTRAS RUINAS

Las primeras líneas de un texto narrativo, como un primer verso, suelen definir —a veces solo marcar— lo que seguirá después. Nada más difícil que el comienzo, puerta a un universo nuevo en el que se han de fijar sus reglas, su comportamiento, el compromiso con el lector. Un comienzo vulgar o anodino es difícil de remontar en una novela, casi imposible en un cuento, donde no queda espacio ni tiempo para superar la pifia inicial.

Joaquín M. Aguirre.


 

Los inicios dicen mucho. Nos dice mucho (aunque no sepamos qué) el delirante comienzo del cuento “Tentación”, de mi admirada brasileña Clarice Lispector: “Ella tenía hipo. Y como si no bastara la claridad de las dos de la tarde, era pelirroja”, relato de La Legión Extranjera (con traducción de Juan García Gayo) e incluido en Cuentos reunidos, con una visión caótica del mundo, un espacio lleno de extraños encuentros. Nos dice otra cosa el comienzo de El gato y el ratón, la novela del alemán Günter Grass con su “… y una vez, cuando ya Mahlke sabía nadar, estábamos tendidos sobre la hierba junto al campo de juego, yo hubiera debido ir al dentista, pero no me dejaban, porque como delantero era difícil de suplir. Mi diente aullaba”, donde unos puntos suspensivos y un conjunción nos muestran el mundo como un flujo en el que se inserta al lector de forma brutal, como a quien se lanza a un río y es arrastrado por las aguas bravas de la Historia.

El comienzo es, puerta o ventana, una forma de acercarnos a un universo que recorremos con la vista o paseando, según estipule el introductor narrativo. Nos llevará iluminando el camino o dejando que vayamos por nuestra cuenta atando cabos, porque la narración es una forma de destino que vamos descubriendo.

Uno de los comienzos más llamativos que nos podemos encontrar —en el extremo opuesto a lo visto en Lispector— es la lección que Aldous Huxley nos dio en su novela El genio y la diosa (1955):

—Lo fastidioso en la novela —dijo John Rivers— es que tiene demasiado sentido. La realidad nunca lo tiene.
—¿Nunca? —pregunté.
—Tal vez lo tenga para Dios —admitió—. Nunca para nosotros. La novela tiene unidad, tiene estilo. Los hechos no poseen ni una cosa ni otra. En crudo, la existencia siempre es un estúpido suceso tras otro y cada estúpido suceso es simultáneamente Thurber y Miguel Ángel, simultáneamente Mickey Spillane y Tomás Kempis. El criterio de la realidad es su intrínseca falta de relación. —Y cuando yo pregunté «¿Con qué?», agitó una ancha mano morena en dirección a los anaqueles de libros—. Con lo Mejor que se ha Pensado y Dicho —declamó, con burlona solemnidad—. Es curioso —añadió—, las novelas que más se acercan a la realidad son aquellas que se consideran más inverosímiles. —Se inclinó hacia delante y tocó el lomo de un maltrecho ejemplar de Los hermanos Karamazov—. Tiene tan poco sentido que casi es real. Y esto es más de lo que puede decirse de cualquiera de las clases académicas de novela. La novela física y química. La novela histórica. La novela filosófica… —Su dedo acusador pasó de Dirac a Toynbee, de Sorokin a Carnap—. Más de lo que puede decirse hasta de la novela biográfica. Aquí está la última muestra del género. (Trad. Miguel de Hernán)

Aquí el comienzo no nos sitúa ni en el mundo ni en el sujeto, sino en el género mismo, en la novela y su problema “fastidioso”. Huxley va al meollo de la escritura y del mundo que refleja. El problema es esencial en el arte de la escritura, hasta podríamos decir que en todas las artes que nos intentan reflejar el devenir, la vida misma.

Decía Friedrich Nietzsche que el intelecto humano es un maestro fingidor, un fabricante natural de ficciones cuya función precisamente es fabricar un sentido donde no lo hay. El mundo no lo tiene, pero contado en una frase se contagia de las leyes gramaticales, de la sintaxis, para mostrársenos “ordenado”, con un principio y un fin, con unas férreas leyes de la causalidad uniendo sus partes para forjar algo que los humanos hemos inventado, la “historia”.

Hay algo que llaman el “giro narrativo”, tras otros giros, como el “lingüístico” o el “semiótico”. En realidad, los tres forman parte del estudio del elemento mediador entre la realidad, los otros y nosotros mismos: el lenguaje. El lenguaje nombra el mundo, lo clasifica y etiqueta, nos permite comunicarlo. Pero nos permite también organizarlo en unidades que son los textos, algunos de los cuales son los relatos.

La narratología, que estudia la construcción y organización de los relatos, sus unidades, el tiempo, las acciones, etc., se ha extendido más allá de los textos cuando se ha comprendido algo que se venía diciendo de antiguo (como el propio Nietzsche). Especial interés tiene para las disciplinas cognitivas, pues los relatos que “inventamos” son una variante de aquellos que nos sirven para estar en el mundo dándole sentido y, es importante, “realidad”. Nuestra forma de ordenar el caos exterior son los relatos. Nosotros mismos tenemos una “identidad” porque somos capaces de producir nuestra propia historia vinculando lo que sucede a una figura central, el héroe de nuestra vida, que somos nosotros. El lenguaje actúa como plantilla y materia conceptual de la experiencia, que se unifica en el relato existencial.

COHESIÓN Y BELLEZA

Toda una serie de filósofos, de Nietzsche a Heidegger junto a otros muchos posteriores, se han preguntado por el papel del lenguaje en nuestra configuración del mundo. Ya no sobre el acto de poner nombre a las cosas, sino más allá: la construcción del sentido. Los mitos son historias que tratan de dar forma al mundo, tratan de explicarlo. Pero, más profundamente, por debajo de todos ellos, está la sintaxis, la estructura de enunciados que sirve de patrón para unir las cosas. El relato selecciona y explica. O quizá sería mejor decir: porque selecciona explica. Es el proceso de selección el que está ya condicionado por la posibilidad de crear una totalidad con sentido, el relato mismo.

Por eso la reflexión de los personajes de Huxley“tiene tan poco sentido que casi es real”— es más que una paradoja. Refleja precisamente que la función del gran arte es lograr dar sentido al mundo, construir una “forma” reveladora.

En Literatura y Ciencia, otra obra de Aldous Huxley, leemos:

Cámbiense las palabras de una obra de arte literario, e inmediatamente toda su cualidad apocalíptica, toda su misteriosa capacidad de prestar apoyo a la mente, de apuntalar nuestras ruinas, se desvanecen en el aire. Cámbiense las palabras de un ensayo científico y, en la medida en que la claridad se conserve, no se ha sufrido pérdida ninguna. El lenguaje purificado de la ciencia es instrumental, es un recurso para hacer inteligibles las experiencias públicas, ajustándolas a un marco de referencia existente o a un nuevo marco de referencia que pueda reemplazar el viejo. El lenguaje purificado del arte literario no constituye un medio para otra cosa; es un fin en sí mismo, algo de significación y belleza intrínsecas, un objeto mágico que, como la Tischlein de Grimm o la lámpara de Aladino, está dotado de misteriosos poderes.

No pasemos por alto la expresión “apuntalar nuestras ruinas”, es de un enorme sentido existencial. Huxley concluirá que se necesitan ambas, Ciencia y Literatura. Pero lo importante es la fijación del lenguaje para la comprensión. El conocimiento científico, nos dice, se puede expresar de muchas maneras, pero lo que el lenguaje artístico, el poético, el novelesco, crean está vinculado a la forma. La Ciencia puede explicarse de muchas formas porque es el contenido lo que cuenta; por el contrario, el arte literario fija en las palabras la experiencia creando una realidad con sentido gracias a su orden, a su selección y combinación.

“Unidad” y “estilo” son los dos elementos esenciales. Uno cohesiona, el otro le da el valor expresivo que hace que esa experiencia narrada tenga en el lenguaje su desarrollo. Cohesión y belleza. La belleza del mundo no es la belleza de su expresión, que es del orden del material usado, las palabras en este caso. Es el Arte.

El inicio de la novela de Huxley, El genio y la diosa, nos lleva a las ideas de lo que posteriormente se desarrollará. En la novela se nos muestran a personajes que hablan de las novelas, quejándose de su sentido frente al sinsentido de un mundo que solo experimentan como héroes novelescos. También nosotros lo hacemos dentro de un gigantesco relato al que llamamos “cultura”, en el que recibimos “sentidos”, “gramáticas” y “herramientas” para poder decirnos y construir el relato variable, siempre corregido, de nuestras vidas.

Ya sea dando sentido al caos o sumergiéndonos con sentido en él, la Literatura surge para dar forma al mundo y a la experiencia en nuestras mentes. Aprendemos una lógica que nos lo hace inteligible. De Dostoievski a Kafka, de Yu Hua a Mo Yan, de Joyce a Flannery O’Connor, de Cervantes a Shakespeare, de los relatos bíblicos a la ciencia ficción, los relatos intentan “apuntalar nuestras ruinas”, las de un animal demasiado melancólico por reconocer su destino trágico y cuya insaciable sed de orden tranquilizador necesita alimentarse de relatos con sentido, como el niño que necesita su cuento diario para poder sumergirse en la oscuridad de la noche sin miedo a no despertar.


LO

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