Sobrecoge leer hoy las explicaciones que tuvo que dar Charles Dickens para que no le quemaran vivo con su Oliver Twist por retratar el mundo de los bajos fondos. A los defensores de un ente extraño en el que se mezclan la virtud, la limpieza y la corrección les molestaba extraordinariamente que Dickens se ocupara de cosas que no eran de su interés.
Joaquín Mª Aguirre. Imagen portada: Oliver Twist (Alianza editorial). Imágenes interior: Dickens por Jeremiah Gurney (Heritage Auction Gallery); Edmon de Goncourt por Gaspard-Félix Tournachon (Galería Nacional de Canadá); y Stendhal por Johan Olaf Sodemark.
El siglo XIX está lleno de este tipo de voces, puristas y puritanas a partes iguales, que crea sistemas de vigilancia y protesta, indignados permanentemente, con ejercicios públicos de rasgado de vestiduras ante la osadía de autores que hoy consideramos aptos para lecturas familiares.
Escribe Dickens en su introducción a la obra:
Entre esa gente no tengo deseo ninguno de hacer prosélitos. Ni respeto su opinión, buena o mala, ni codicié su aprobación, ni escribí para divertirlos. Me atrevo a decir esto sin reservas porque no conozco en nuestra lengua a ningún escritor que se respete o a quien la posteridad respete que se haya rebajado jamás a dar gusto a esa clase quisquillosa.
No es fácil distinguir a ese “clase quisquillosa”. Es variada y se ajusta en cada momento a la situación. La clase quisquillosa es como aquel personaje de Groucho, simplemente “I’m Against It”, está siempre en contra por sistema. No en vano el personaje de la película de los Marx era un profesor universitario, especie —créanme, sé de lo que hablo— cuya facilidad para estar en contra es realmente notable. Pero no sigamos por esa peligrosa senda.
La clase quisquillosa, como decíamos, es variada y cambiante. Es lógico pues para oponerse, para poner problemas, peros y obstáculos hay que ser muy rígido por un lado —firmes dirían algunos— y muy flexibles por otro, ya que el que se opone por sistema gusta de poder oponerse a muchas cosas, no perder ocasión de hacerlo. Hay también, por supuesto, quisquillosos fijos, monotemáticos, obsesos de cualquier cosa que les haya tocado la fibra sensible.
El sistema estético, en todas sus variantes, ha sido siempre una lucha entre lo que quieres hacer y lo que te dejan hacer. Se debe esencialmente al carácter público del arte y al carácter restrictivo del poder y la opinión, creciente influencia. Lo llamaron la “tiranía del gusto”.
En este conflicto hay que darle la razón a Michel Foucault, que veía al ser humano nacer libre y lleno de deseos, y morir comprimido y lleno de frustraciones. Nacidos para el placer, nos diría siguiendo al maestro Freud, pronto nos damos de bruces con las prohibiciones y aprendemos a no desear más que lo que podemos tener o, para ser más precisos, lo que nos dejan tener. El arte es especialmente sensible a esto y ha sido considerado por momentos peligroso, especialmente cuando se decantó por alejarse del poder, que solía ser quien le financiaba. Hay un arte rebelde, sí, independiente; pero ha habido muchos siglos de adulación y de mano extendida hacia el poder. Diderot lo expresó muy bien cuando señaló que el intelectual —el artista es una forma híbrida de artesano e intelectual, una suma de habilidad e ideación— solo podría ser “independiente” o libre cuando dejara de cobrar del poder, de los mecenas, cuando dejara de escribir para gustar al poderoso. Pero lo que esperaba era el “pueblo” y las relaciones no han sido siempre fáciles.
LOS DE FÁCIL AGRAVIO
La clase quisquillosa es parte de la maquinaria limitadora del artista, por un lado, y del público, por otro. Unas veces tiene rostro de censor eclesial, otras de señora que te mira por encima de los anteojos con gesto de reprobación; es alguien que tacha un cuadro o golpea furibundo alguna estatua griega en las ingles; otras toma forma de crítico que siente un inusual escalofrío ascender por su columna cuando pone verde a algún pintor, escritor, cineasta, actor… En fin, hay mucha diversidad en esto de la quisquillosidad.
El DRAE nos define con claridad, en su tercera acepción, al quisquilloso como “fácil de agraviarse u ofenderse con pequeña causa o pretexto”. Podríamos decir que el quisquilloso es el molesto vocacional, aquel que en su ceguera es capaz de ver esos pequeños detalles, que son los que les molestan en las obras ajenas. Es un crítico ilimitado y, muchas veces, sin sueldo. Al otro lado del Canal, los naturalistas se enfrentaron a unas circunstancias similares a las de Dickens.
Los hermanos Goncourt tuvieron que justificar ocuparse de la vida de vulgares criadas, como sucedía en su novela Germinia Lacerteux. ¡La Literatura no debía dedicarse a contar vidas vulgares, de criadas y criados, sino ensalzar héroes y denigrar villanos! La gente quisquillosa de Francia se opuso a tanta explicación sobre las vidas fútiles y poco ejemplares de las obras. Flaubert lo padeció. Molestaba que hubiera una Emma en los balcones de cada plaza de los pueblos.
El avance de la novela como género fue creando sus lectores en permanente interacción, muchas veces conflictiva.
Conforme los géneros novelescos y sus orientaciones temáticas y estilísticas se iban consolidando, los escritores se iban sintiendo más seguros en el apoyo de sus públicos y los límites se iban estableciendo entre los diversos modelos que fueron apareciendo. Los autores, incluso, podían rivalizar desde géneros y estilos diferentes. La quisquillosidad aumentó al diversificarse.
El sociólogo Pierre Bourdieu estudió muy acertadamente la formación del “campo literario” en la Francia del XIX, es decir, cómo se iban construyendo y definiendo las interacciones entre el público, los autores, la crítica, los editores, etc. Todo ello constituye un complejo sistema para algo aparentemente tan sencillo como comprar un libro en una librería o encontrarlo en unos estantes determinados de una biblioteca y no en otros. Todo ello constituye un sistema que se va articulando con las decisiones de unos y otros, muchas veces resultado de complicados enfrentamientos, ataques académicos, pugnas con críticos, manifestaciones públicas.
DEL QUISQUILLOSO NADIE SE LIBRA
Tras el orden pacífico que vemos en unos estantes de una librería se pueden esconder muchas horas de disputas entre editores y autores, géneros vilipendiados, rechazos de obras que la posteridad observa estupefacta, como lo ocurrido con la hoy famosa La conjura de los necios, que no salvó la vida a su autor, John Kennedy Toole, pero que un amor de madre consiguió que saliera a la luz muchos años después de su suicidio. Digamos que el joven autor tuvo que enfrentarse en vida a mucha gente quisquillosa. Podrían citarse muchos autores consagrados ya olvidados, defendidos en su momento con vehemencia, y a muchos recuperados del fango quisquilloso en el que fueron enterrados.
De los quisquillosos no se libra casi nadie. A veces los autores consagrados sufren también estos problemas. Reconozco que no he podido obviar este maravilloso ejemplo que quisquillosidad, recogido en las Memorias de Isaac Asimov, un autor que ha escrito de todo, de todos los géneros y con millones de seguidores (no solo lectores) por, todo el mundo. Escribe Asimov:
Después de publicar dos relatos de Azazel en F&SF, Shawna McCarthy, que entonces era la directora de IASFM, se quejó. Sostenía que debían publicarse en mi propia revista.
Yo repuse:
— Pero Shawna, los relatos son fantasías. Participa en ellos un demonio. F&SF publica fantasías, pero IASFM no.
—Entonces haz que el demonio sea un ser extraterrestre y dale poderes científicos avanzados en vez de mágicos.
Así lo hice. To the Victor se publicó en el número de julio de 1982 de IASFM, y a partir de ese momento allí aparecieron todos los relatos de Azazel.
De vez en cuando recibo cartas de lectores que los critican por insustanciales, frívolos o insignificantes, pero no les hago ningún caso, aunque me tomo la molestia de publicar algunas de estas cartas en la revista. Mi actitud es que la IASFM, bajo la dirección de Shawna McCarthy primero y después de Gardner Dozois, es una revista muy seria, que publica relatos de gran calidad literaria que a menudo requieren una considerable concentración para poder apreciarlos en sus totalidad. Un relato de Azazel de vez en cuando, que no necesita de ninguna concentración sino que se desarrolla con alegría, es un cambio que se agradece, o al menos a mí me lo parece.
Por supuesto, hay quien insiste en que los escribo solo porque son muy fáciles de elaborar y porque soy un perezoso. Vaya mi desprecio para ellos si piensan que la literatura ligera es fácil de elaborar. Se necesita bastante arte para escribir de forma sencilla y si fuera tan fácil contar con éxito historias divertidas, se escribirían más.
(Memorias de Isaac Asimov, 1998. Trad. de Teresa de León)
Estas líneas se agrupan muchos de los temas que definen el campo de lo literario y las relaciones que se dan en su interior, los juegos de poder, las tensiones sobre lo que se puede o no escribir, publicar, la calidad, etc.
Sorprende ver que, desde lo ocurrido con Dickens, por volver al nombre con el que planteábamos la cuestión, se siguen discutiendo las mismas cuestiones sobre el gusto y el deseo de las personas quisquillosas de regularlo.
EDITORES Y CRÍTICOS QUISQUILLOSOS
La idea de Shawna McCarthy sobre transformar al demonio Azazel en un extraterrestre y convertir sus “poderes mágicos” en “tecnología avanzada”, más allá de una genialidad sencilla, nos adentra en el debatido problema de los “géneros” y cómo un ligero retoque nos transforma “lo fantástico” en “ciencia ficción”, echando por tierra los estudios de eruditos y teóricos ante sus distinciones. Miles de páginas dedicadas al tema, sesudos estudios… Un simple giro y ¡solucionado!
La cuestión de la “concentración” necesaria para la lectura, por ejemplo, planteada como medidor artesanal de la calidad del texto, define unos polos del campo que están en conflicto, como nos mostraba Bourdieu, pero de forma más sencilla.
Nos abre al problema del público y sus expectativas en los géneros; igualmente al del poder prescriptivo de los editores. Como nos explicó una de mis más queridas maestras, el que no hubiera “literatura fantástica” tras la Guerra Civil en España no obedecía a ninguna ley histórica subterránea, sino al rechazo generalizado de los editores, que los mandaban al cajón de los tiempos mejores, de donde salieron muchos posteriormente y con gran éxito. Hay mucha fantasía en esto de la Historia literaria y poca atención hacia los quisquillosos editores, críticos y la parte ruidosa del público que también se manifiesta por las vías abiertas para su expresión, de las cartas a los foros, pasando por todo tipo de actos de aplauso o condena.
Por el mismo motivo que se silenció la literatura fantástica en nuestra postguerra, hace unas décadas les dio a algunos por la “novela histórica”, quizá por el éxito que algunas novelas extranjeras alcanzaron (pienso en Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar). Se ha creado “etiquetas” con las que es más fácil vender. A Camilo José Cela lo etiquetaron en algunos países en los que era un completo desconocido como “cercano al realismo mágico”, que era la vitola con lo que se vendía entonces lo hispánico por el mundo. Me viene a la mente el comentario de otra querida maestra cuando se enteró del Nobel a Cela: “¡Ya era hora que dejaran de dárselo a autores exóticos!” Y se me escapó el comentario: “¡Quizá no han dejado de hacerlo!” ¡Imprudencias de la juventud! Cela debía ser para el mundo tan “exótico” como lo eran para nosotros algunos de los autores previamente galardonados.
CONFIEMOS EN EL ARTE
Hace mucho tiempo que dejé de hacer críticas de obras literarias, de películas, que no me gustaran. Sencillamente, las ignoro. Procuro, por el contrario, usar mi energía para defender y divulgar lo que me parece bueno. Es mi forma pacífica (al menos así lo creo) “de interactuar en el campo”.
Hace poco, gracias a Internet, volví a encontrarme con una poetisa extraordinaria. No la conocía en persona, pero hace muchos me llegó un libro suyo galardonado con un premio importante. Leí el libro y me quedé asombrado: ¡le habían dado el premio pero no habían entendido nada! Las loas a su trabajo me parecían una forma de enterrarla —con honores, sí, pero enterrarla— pues ¡quién va a dudar de la lectura que hacen de ti los que te conceden un premio!
Me puse manos a la obra crítica y publiqué mi lectura de su poesía. Me alegró sobremanera recibir poco después un correo agradeciéndome lo escrito y proponiéndome escribir la presentación de un próximo texto que estaba por salir. Acepté encantado y es uno de mis trabajos más queridos. Quizá fui también quisquilloso, no lo sé, pero creo que lo hice por una buena causa.
Puede ser que la misma condición de la quisquillosidad sea el aceite de la maquinaria y que es parte de la naturaleza del arte literario, como de cualquiera de las otras artes o, si me apuran, de la vida misma, estar siempre discutiendo.
La respuesta de Asimov es curiosamente similar a la de Dickens: el desprecio olímpico ante las críticas de la clase quisquillosa —lectores o críticos, académicos o filibusteros— y la confianza en el arte, en el público y, si no hay más remedio, en el futuro, que por definición está lleno de oportunidades, remedia las injusticias y hace que nuestros descendientes puedan descansar tranquilos. Stendhal decía que escribía para lectores de décadas posteriores y realmente acertó. No por ello consiguió librarse de los quisquillosos. El consejo de los que han logrado sobrevivir a ellos suele ser el mismo: haz lo que creas, confía en ti; lo que ocurra, ya veremos.
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