En el 150 aniversario de tu muerte, Gustavo Adolfo Bécquer, creí no tener palabras, y tomé algunas de las tuyas. Creí no saber qué decir y, al final, como te sucedía a ti, la tinta se ha puesto a fluir sin saber muy bien cómo. Todo esto tengo que decirte.
Anamaría Trillo. Foto portada: retrato de GAB por Valeriano Bécquer (1862)
Ha regresado el frío diciembre. Versos hay, incluso, para estos días grises, lo sé. A menudo me lo recuerdas, aunque no lo creas. Ha regresado diciembre. Con él volverán las palabras ardientes a sonar, si es que alguna vez se silenciaron. Un año más, tu corazón de su profundo sueño tal vez despertará. Y despertará el mío, pero lo hará en un día quizás partido en dos, a medio camino entre la despedida del dorado de los árboles y el blanco de las cumbres. No sé si las hiedras tejerán tu nombre sobre las tapias, ni si las golondrinas habrán tomado por costumbre recordarte en cada giro de su vertiginoso vuelo. No sé cómo lo has hecho, pero los paisajes se me aparecen como a través de un tul; y ya añoro los colores, que fundiéndose remedan en el aire los átomos del iris, que nadan en la luz.
Vivimos tiempos difíciles, pero de eso tú sabes mucho. Hoy, como ayer, la vida nos ha puesto a prueba. Para algunos, si te sirve de consuelo allí donde estés, tu consejo enredado entre la tinta de tu pluma nos ha trazado el surco sobre el que arrastrar los pies.
Siempre hacia adelante, eso sí. ¿Y aún te preguntas de dónde vienes o adónde vas? Me gusta pensar que no te fuiste y que estás en todas partes: ser alado que observa el mundo y comprueba aquel tiempo que no pudo sino imaginar.
Mira este páramo que día a día dejamos atrás y las hojas del árbol que arrebata el vendaval; la gigante ola que el viento riza y empuja el mar. Hubo un tiempo en que cada susurro construía un mundo, en el que cada mundo se transformaba en beso; en el que un suspiro era una caricia… Hubo un tiempo, pero quizás se acabó. Quiero pensar que no, que como bien decías, siempre habrá un verso que riegue de esperanza el más yermo de los campos.
En un año que me resisto a nombrar, el más horrible y áspero de los senderos donde se adivinan las huellas de unos pies ensangrentados sobre la roca dura, esos versos han sido como el brocal del pozo que impide que las almas cándidas caigan al inframundo y que las ánimas se levanten en la noche en busca de las que han sido dolosas.
Esos versos siguen ahí, tus palabras no se perdieron. Tenías razón, cuando te fuiste llegó cuanto no disfrutaste en vida. Semejante final solo podía concluir la existencia de alguien en perpetua contradicción. Creíste que tu nombre acabaría sus días donde habite el olvido, en una tumba sin inscripción alguna, en una piedra solitaria. Si tú supieras… si tú supieras de esos ciento cincuenta años. De cuántos bebieron de tus versos, de cuántos cincelaron su nombre año tras año en un generoso papel, de cuántos hicieron compañía a tu piedra solitaria, que no lo es, créeme.
Consuélate de algún modo: al menos muchas generaciones han sabido de ti en Secundaria. Algunos hasta se atreven a aprenderse de memoria qué es poesía. Otros tantos aún juegan con una linterna, con las luces apagadas, y cuentan qué sucede en el Monte de las ánimas en la noche de difuntos; muchos imaginan qué locura despertaron los ojos verdes en Fernando de Argensola.
Aún conservo aquel ejemplar de olor a papel amarillento; con su tipografía algo imperfecta, con tu rostro impreso en los dorados sobre la piel. En él aprendí que la vida no siempre es justa, que los amores no son siempre eternos; que las desgracias, cuando llegan, lo hacen en avalancha. Aprendí que un brote de esperanza, una chispa de calidez, un beso, una mirada, una rima podían construir un parapeto contra el dolor
Y yo, que te conocí a destiempo, con un siglo que se interpone entre nosotros como el más insalvable muro, aún conservo aquel ejemplar de olor a papel amarillento; con su tipografía algo imperfecta, con tu rostro impreso en los dorados sobre la piel. En él aprendí que la vida no siempre es justa, que los amores no son siempre eternos; que las desgracias, cuando llegan, lo hacen en avalancha. Aprendí que un brote de esperanza, una chispa de calidez, un beso, una mirada, una rima podían construir todo un parapeto contra el dolor; podían crear un mundo, un tiempo, un espacio… podían recrear la existencia, el destino, la suerte, la vida. Podían ser eso: la vida. Siempre habrá poesía.
Sea henchidos de pasión, sea colmados de desgracia, siempre existirán espíritus que, como el tuyo, caminarán por ese sendero entre lo hermoso y lo terrible, entre lo dulce y lo amargo, entre el amor y la desesperación.
Nunca fui experta en contener mis palabras, ni en contener mis deseos. Siempre creí que mi corazón estaría muerto antes que mudo. Sufrí cada alegría; disfruté cada revés. Y sé que seguiré, no cabe duda, viviendo de los despojos de un alma hecha jirones en las zarzas agudas; las mismas que me dirán el camino que conduce a tu cuna. Y así, año tras año, quien quiera que nos golpee; no importa si arrecia la guadaña o si la campaña tañe su son de adiós, siempre habrá poesía que mitigue o arrecie el dolor, a partes iguales, pues todos los que te sobrevivimos, vivimos aún hoy, como tú, en una humana contradicción.
Ahora celebramos ciento cincuenta años desde que te fuiste, sin marcharte en realidad, ¿acaso no debería usar el verbo conmemoramos? Celebrar se me hace imposible. Este año no. Espérame en diciembre del año que viene. Te volveré a escribir.
LO