Hay ocasiones en que los epistolarios reflejan el apasionamiento del amor en tiempos en que las distancias solían ser obligadas y las separaciones largas. Escribir era una forma de sobrellevar la situación y muchas veces encender la imaginación para próximos encuentros. Se habla mucho del amor cuando hay poco amor entre manos.
Joaquín Mª Aguirre.
No hay garantía de que un buen escritor tenga que ser un escritor de cartas interesantes. Muchas veces las cartas no salen a la luz porque no aportan nada a la figura literaria, ni siquiera a su dimensión humana. Muchas cartas son solo el reflejo de una vida aburrida, reducida a las necesidades cotidianas o al protocolo en las relaciones. Los genios no tienen porqué tener vidas interesantes y quizá algunos de ellos se refugian en la imaginación por lo aburridas que son sus vidas.
Los epistolarios literarios no son una obra metódica, lo que les toca enmendar muchas veces a los que realizan las selecciones de las cartas que puedan presentar más interés para lectores y estudiosos. La carta abre perspectivas, aporta datos y resuelve dudas biográficas. A veces la respuesta a una obra se encuentra escondida en un comentario marginal en una carta, entre cosas vulgares o salutaciones protocolarias.
Otras son los lectores inquietos los que se dirigen a sus ídolos literarios para hacerles preguntas sobre cómo llegar muy alto y dar zancadas en la Historia. Ya hemos tratado esto en un artículo anterior.
Los grandes epistolarios literarios son pocos y suelen recoger amistades a distancia entre personas que mantenían una relación de admiración o se sentían que la vida de los otros, sus puntos de vista, complementaban los suyos.
Muchos epistolarios son diálogos más allá del espejo, preguntas dirigidas a personas en las que se busca el amparo de una soledad creativa o de un ocio constructivo. Los epistolarios entre artistas suele ser fruto de encontrar un alter ego con el que poder hablar sin temor, poder expresar las dudas propias y resolver algunas curiosidades ajenas. No es fácil encontrar en la vida un interlocutor así, que saque de nosotros cosas impensadas, que solo afloran en las cartas.
De entre mis epistolarios favoritos, están las cartas de Gustave Flaubert. En estos días de cuarentena forzada, me apeteció echar un vistazo a sus epistolarios y comencé por el volumen de sus cartas con George Sand, un intercambio epistolar que duró diez años. ¡Qué dos temperamentos tan distintos, qué dos formas de ver la vida tan opuestas! Y, sin embargo, podemos percibir un encuentro de enorme interés precisamente en sus distancias y polaridad.
Tendemos a centrarnos en Flaubert, mientras que percibimos más alejada a George Sand, quizá injustamente. No sé si será porque la edad nos hace ver la vida de otra manera, con cambios sigilosos, que en la lectura comenzó mi atención a focalizarse en las palabras de Sand, que me resultaban más novedosas.
Los grandes epistolarios literarios recogen amistades a distancia entre personas que mantenían una relación de admiración o sentían que la vida de los otros, sus puntos de vista, complementaban los suyos. Muchos epistolarios son preguntas a personas en las que se busca el amparo de una soledad creativa o un ocio constructivo
Pronto comienzan a aparecer en las cartas de uno y otra las diferencias que todavía hoy siguen abiertas en todos aquellos que, además de escribir, tratan de reflexionar sobre este extraño don o maldición que es el arte de la escritura, aquel que nos afecta en el lenguaje. El arte literario da una doble vida al lenguaje aproximándolo a un extremo en el que se aleja y comparte su uso cotidiano. No hay palabras bellas, hay palabras justas, ajustadas, nos dirá en célebre frase Flaubert. Por qué la palabra ajustada acaba siendo bella es un gran misterio. Flaubert escarbaba como Miguel Ángel en la roca en busca de algo que intuía en su interior. Su busca es una labor solitaria de la que emerge triunfador o derrotado hasta moldear la frase, el párrafo, el texto, pieza a pieza. Pero… ¿y George Sand? La idea de soledad no va con su temperamento o con sus miras estéticas. Leemos entre las primeras cartas:
SAND A FLAUBERT
[Nohant, 1 de octubre de 1866] Lunes por la tarde
[… Le he oído decir a usted: Yo no escribo más que para diez o doce personas. En las charlas se dicen un montón de cosas que son resultado de la impresión del momento. Pero no es el único que lo dice. Es la opinión, o la tesis, del día. Yo protesté interiormente. Las doce personas para las cuales escribe y que lo aprecian, lo igualan o lo superan. Y, a su vez, nunca ha tenido necesidad de leer a las once restantes para ser usted. Por lo tanto, uno escribe para todo el mundo, para cualquiera que necesite ser iniciado. Cuando no somos comprendidos, nos resignamos y volvemos a empezar. Cuando lo somos, nos alegramos y continuamos. He ahí todo el secreto de nuestro trabajo perseverante y de nuestro amor por el arte. ¿Qué es el arte sin los corazones y los espíritus donde uno lo vierte? Un sol que no proyectaría sus rayos y que no daría vida a nada. ¿No está usted de acuerdo? Si se convence uno de eso, no conocerá jamás el desánimo ni la pereza. Y si el presente es estéril e ingrato, si perdemos todo efecto, todo crédito entre el público, queda el recurso al porvenir, que mantiene el coraje y borra cualquier herida del amor propio. Cien veces en la vida, el bien que hacemos no parece servir de nada, y no sirve de nada inmediatamente, pero sostiene al menos la tradición de la buena voluntad y el buen hacer sin la cual todo perecería.
¡Qué forma tan humana y humanitaria de entender el arte, qué lejos del esteticismo flaubertiano, de su sentido aristocrático del arte! Las diez o doce personas de Flaubert, esos privilegiados lectores, sensibles y estetas… qué poco son para George Sand, con un sentido más ecuménico del arte. El arte necesita de los corazones y si hoy no están preparados, ya llegará el momento en el que lo estén. ¡Escribir para todo el mundo! Lo que Sand llama “la tesis del día” es precisamente la retirada del arte de los corazones, su desconexión en aras de la estética, una belleza degustada a través de una forma armoniosa.
La enorme influencia de E.A. Poe, que había separado Bien, Verdad y Belleza, en beneficio de un sentimiento estético que distanciaba del grupo —la masa, el populacho, lo comercial— para convertirse en una burbuja individual, en lo que llamaron la “torre de marfil“. “No hay obras buenas o malas, solo bien o mal escritas”, había escrito O. Wilde). La nueva belleza era fría. Un arte que se deshumaniza no es arte humano. Y no puede serlo porque su función es romper nuestras propias barreras y abrirnos a los demás. El arte no debería ser algo en los museos, algo en las asignaturas, sino la forma de experimentar la diversidad del mundo y de las miradas. Puertas y ventanas; entrar, salir y mirar el mundo. Y eso, ¿solo para unos pocos, esos diez o doce?
LA CARTA NO ENVIADA
Hay un fragmento de una de las cartas, no enviada —y quizá por eso muy sincera—, en la que Sand se abre mostrando un mundo de incertidumbres, que no otra cosa es la vida verdadera. El esteticismo del Flaubert queda como algo simple ante la confesión vital de valor e impotencia; de ambos requiere la vida cuando no es insensata. La de George Sand se nos muestra, en cambio como una sensatez dubitativa, un estado moderno en el que luchamos para tratar de encontrar un norte cambiante, desconcertante. Este es el hermoso texto que Sand dejó en su escritorio, sin que le llegara a Flaubert:
SAND A FLAUBERT
[carta no enviada] [Palaiseau, 29 de noviembre de 1866
[…] Yo no tengo teorías. Paso la vida planteándome cuestiones e intentando resolverlas en un sentido o en otro, sin que una conclusión victoriosa e irrefutable se me haya presentado nunca. Yo espero la luz de un nuevo estado de mi intelecto y de mis órganos en otra vida, porque, en ésta, cualquiera que se ponga a reflexionar hasta las últimas consecuencias topa con los límites del pro y el contra. Fue Platón, creo, quien pretendía haber encontrado el vínculo entre ambos. No lo conocía en absoluto más que nosotros. Sin embargo, ese vínculo existe, porque el universo subsiste sin que el pro y el contra que lo constituyen se destruyan mutuamente. ¿Cómo llamar a eso para la naturaleza material? Equilibrio, por supuesto. ¿Y para la naturaleza pensante? Moderación, castidad relativa, abstinencia de los abusos, todo lo que quiera, pero se traducirá siempre como equilibrio. ¿Me equivoco, maestro?
Piénselo: en nuestras novelas, lo que hacen o dejan de hacer nuestros personajes no descansa sobre otra cuestión que ésta. ¿Conseguirán o no conseguirán el objeto de sus ardientes deseos? Ya sea amor o gloria, fortuna o placer, en la medida en que existen, aspiran a una meta. Si nosotros poseemos una filosofía, ellos se comportan según queremos; si no la tenemos, marchan al azar y se dejan dominar en exceso por los acontecimientos con que los hacemos tropezar. Imbuidos de nuestras propias ideas, conmocionan a menudo las de otros. Desprovistos de nuestras ideas y sumidos en la fatalidad, parecen un tanto ilógicos. ¿Hay que poner un poco o un mucho de nosotros en ellos, o no hay que poner nada, excepto lo que la sociedad pone en cada uno de nosotros?
Equilibrio y moderación ante la incertidumbre, un ejercicio de sensatez para caminar entre los claroscuros de la vida. En el segundo de los párrafos, Sand da el salto a la novela y a los personajes. Su destino es el que le imponen sus creadores, su mundo el que refleja la percepción de quien escribe. ¿Qué son los personajes sino eternos dubitativos, seres que buscan la felicidad o tratan de huir de la desgracia y la vida les pone delante encrucijadas en las que tener que escoger? Ellos también aspiran a una meta, como todos, poblados de sueños. Quizá si ellos desean lo que desean sus creadores encuentren en las páginas de sus obras lo que estos no pueden encontrar en la vida propia.
En el prólogo de Indiana, su primera novela, escrita en 1831, es decir, 35 años antes de la carta no enviada a Gustave Flaubert, explica:
Escribí Indiana durante el otoño de 1831. Era mi primera novela. La escribí sin ningún plan fijo, sin tener en mente ninguna teoría del arte o la filosofía. Estaba en la edad en que uno escribe con sus propios instintos y la reflexión solo nos sirve para confirmar nuestras tendencias naturales.
Aunque el prólogo a esa edición se escribiera en 1852, Sand insiste en la falta de teoría o de filosofía tras la obra. Esta es un fluir, un dejarse llevar, quizá una búsqueda al dejar que salga a la superficie esa duda constante que la aqueja y que parece formar parte de la totalidad de su vida. Quizá la teoría es pesada, una carga para el movimiento vital y creativo. Ese seguir las tendencias naturales tiene algo de romántico, anteponiéndolo a la frialdad de la idea, algo de impulso que se manifiesta en el acto.
La vida de Sand fue una lucha constante —de película, diríamos hoy—, veinte vidas en una, puro acto; la de Flaubert, en cambio, solitaria, retirada, centrada en la obra, regida por sus ideales estéticos, buscando esa palabra adecuada. Creo que la modernidad de George Sand, a la vista de todo esto, es precisamente la de asumir la falta de seguridad, esa tensión irresoluble entre “los pro y los contra“, que definen la existencia. Y también la obra de arte, que desde la caída del neoclasicismo —un ideal estético mirando hacia atrás— marcó la explosión del arte moderno (un mirar hacia adelante), que pasa a ser busca indefinida, exploración de uno mismo, cuestionamiento del orden, búsqueda de lenguajes.
Frente a esa belleza ideal, teorizada, establecida en cánones, la modernidad que vemos en las palabras de George Sand es precisamente la de la duda, la incapacidad de construir un edificio que cierre finalmente la evolución del artista, que no deja de ser humano. La perfección paraliza; alcanzarla es la gloria y la muerte. La imperfección es el movimiento, el ligero desequilibrio entre pro y contra que hace avanzar. En suma, la vida.
Del estatismo del ideal, al dinamismo de la duda. La vida está más cerca de ese dinamismo abierto, del tanteo inseguro, que de las teorías cerradas y de una belleza preexistente. Ni Platón, nos dice Sand, sabía más que los demás, por más que él lo creyera.
LO