Esta obra del profesor Hoffmann que Rialp nos recomendó este verano me hace recordar que, en una ocasión, pregunté a mis alumnos universitarios si habían oído hablar del Holodomor, una matanza por hambre de millones de ucranianos que Stalin provocó entre 1932 y 1933. Solamente una alumna afirmó conocer este episodio, que todavía genera una gran polémica porque algunos historiadores sostienen que fue un genocidio conscientemente buscado por el dictador soviético, mientras que otros lo achacan –sin que esto implique rebajar su crueldad– a las consecuencias colaterales de su mala política económica.
Juan Bagur Taltavull.
La única alumna conocedora de estos hechos históricos era polaca, y es por ello que en la escuela le habían enseñado las atrocidades de las dictaduras comunistas. No así al resto de alumnos, españoles o de otros países, que conocían el genocidio provocado por los nazis, pero no los crímenes estalinistas. En cualquier caso, para nada les consideré ignorantes o desinformados, porque si me hubieran hecho la misma pregunta cuando yo estudié la carrera de Historia, tampoco habría sabido responder. Conocía el Gulag, la matanza de Katyn, o las purgas de comunistas desafectos, pero no este episodio que en ucraniano significa literalmente “matar de hambre”.
El estalinismo fue la versión más dura de las dictaduras comunistas, y según Hannah Arendt, el único ejemplo de “totalitarismo puro” que ha existido en la historia humana junto con el nazismo. Pero hoy en día es un período bastante desconocido fuera del mundo académico, si dejamos de lado a los descendientes de sus represaliados, y de ahí la importancia de un libro como La era de Stalin. Su autor es David L. Hoffmann, profesor de la Universidad de Ohio, e historiador especializado en la Unión Soviética. Después de haber investigado ampliamente el estalinismo, publicó en 2018 esta obra para darlo a conocer y así hacer justicia a las víctimas. Un año después, Rialp lo ofrece al público de habla española a través de esta traducción de David Cerdá.
El estilo del libro es ameno y sencillo. Aunque Hoffmann es autor de numerosas publicaciones científicas y de trabajos eruditos, como Peasant Metropolis: Social Identities in Moscow, 1929-1941 (1994) o Stalinist Values: the Cultural Norms of Soviet Modernity, 1917-1941 (2003), nunca se deja llevar por la tentación de escribir enrevesadamente para minorías de especialistas.
Una gran virtud del texto es que cualquiera podrá leerlo, aunque desconozca del todo la Historia de la URSS o del siglo XX, puesto que una constante de su argumento es la contextualización diacrónica y sincrónica.
En el primer capítulo, Hoffman desgrana las bases del estalinismo, relacionándolo con la herencia del imperio de los zares o el leninismo, y también con el contexto histórico de la sociedad de masas y la Gran Guerra.
Y he aquí un aspecto fundamental de la obra, que hace que también sea atractiva para los historiadores y especialistas en la materia: no es una simple exposición de los hechos conocidos, sino la propuesta de una interesante teoría para explicar el estalinismo como fenómeno político, social y cultural.
Todo el libro está vertebrado por una hipótesis: la dictadura de Stalin fue consecuencia de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), en tanto que supuso la continuación en tiempos de paz de una maquinaria armamentística, represora y propagandística que el Estado Soviético asumió al nacer en 1917, y que se desarrolló durante la Guerra Civil Rusa (1918-1922). Con esta interpretación, el autor plantea dos ideas secundarias, aunque también importantes. Primero, que el estalinismo es hijo de su tiempo, en tanto que reprodujo métodos de control, combate y propaganda que fueron usuales en las guerras coloniales desde finales del siglo XIX, y que llegaron a su culmen en la Gran Guerra. En segundo lugar, que la personalidad de Stalin y el marxismo no bastan para entender este periodo histórico: los dos vectores explican objetivos e intenciones, pero no los métodos. Con ello, es importante matizarlo, el autor para nada exculpa al dictador de sus crímenes, pues precisamente hay que achacarle el que mantuviera en tiempos de paz un Estado pensado para la guerra, y que tratara a sus propios compatriotas como enemigos a destruir. Pero sí que demuestra que las ideas, por muy radicales que sean, no pueden llevarse a cabo sin los medios materiales necesarios.
REPRESIÓN ARTÍSTICA
Desde esta base, el libro se organiza cronológicamente, a través de cinco capítulos y unas conclusiones. El primer de ellos establece el “preludio del estalinismo”, exponiendo los ya mencionados pilares del régimen, y el segundo se centra en los años que discurren entre 1928 y 1933. En “Construyendo el socialismo”, Hoffmann describe dos aspectos fundamentales de la dictadura de Stalin: la colectivización y la industrialización. En relación con la primera cuestión, expone la “deskulakización” –la eliminación de los “kulaks”, o campesinos con tierras–, y el desarrollo del Gulag, el “archipiélago” de campos de concentración magistralmente descritos por Solzhenitsyn.
En cuanto a la industrialización, es también de gran importancia. No únicamente porque consiguió dejar atrás la centenaria estructura agrícola rusa, sino también en tanto que hizo de la URSS una gran potencia que sería capaz, primero, de vencer a la Alemania nazi, y, después, de resistir a los Estados Unidos en la Guerra Fría. Estos dos temas son tratados en capítulos específicos (“La Segunda Guerra Mundial” y “Los Años de la Posguerra”), que el autor aprovecha para reforzar su tesis: si Stalin fue capaz de vencer a Hitler, y de plantar a cara a Roosevelt y Truman, fue porque había preparado a la URSS para una guerra permanente, manteniendo en tiempos de paz tanto la infraestructura física –planificación estatal total, red de espionaje y campos de concentración– como la actitud mental –búsqueda obsesiva de enemigos internos, propaganda intensa.
Pero antes del capítulo de la Segunda Guerra Mundial, Hoffman escribe otro que ayuda a entender el conjunto del período: “La consecución del socialismo” (1934-1938). Así se llama porque en 1934 se anunció que por fin se había alcanzado el comunismo, y esto implicó importantes cambios en todos los ámbitos de la existencia soviética. De esta forma, el autor estudia la creación del “realismo socialista” como única expresión artística aceptable. Frente al vanguardismo que había primado desde la Revolución de 1917, Stalin impuso que escritores, pintores, poetas y cineastas describieran la vida supuestamente ideal en la URSS. No solamente representando familias armoniosas y trabajadores felices, sino especialmente promoviendo la exaltación de su figura.
Stalin se refirió a los poetas como los “ingenieros del alma”, una definición atractiva que, sin embargo, encierra una antropología totalmente errónea: el alma no puede descomponerse en piezas para reprogramarse. La libertad que rige al ser humano, y el azar que hace lo propio con la Historia, lo impiden
Este es un aspecto trascendental del estalinismo, cuya denuncia por Jruschev en 1956 causaría una gran conmoción que también se esboza al final del libro, y contribuyó a afianzar todavía más su poder personal. Algo importante al respecto es que, mientras Lenin solamente había sido “divinizado” después de morir, Stalin siguió el ejemplo de Mussolini y promovió en vida el culto a su persona. Además, en este capítulo se exponen otros temas interesantes, como la Gran Purga ocurrida entre 1936 y 1938, la persecución de minorías nacionales, o la represión contra los enemigos internos.
También trata el libro una serie de temas muy interesantes a lo largo de los cinco capítulos, como la cuestión de las nacionalidades o la historia de la familia. Acerca del primer aspecto, explica que el hecho de que Stalin fuera georgiano no era casual, como tampoco lo suponía el que destacados comunistas fuesen integrantes de otras nacionalidades del imperio ruso, o judíos: frente a la rusificación zarista, vieron en el partido comunista una vía de oposición. Después, una vez en el poder, Stalin promovió la autonomía de diversas nacionalidades del Cáucaso, el Asia Central y la región Circumpolar, considerando que la “modernización” de sus etnias era un paso previo para la consecución del socialismo. Pero su afán planificador llevó a grandes desastres, como las hambrunas generadas en Kazajistán y las zonas circumpolares al imponer la sedentarización a los pueblos nómadas. En relación con la familia, se pasó desde un intento de abolición en la época de Lenin, a fomentarla desde los años treinta, persiguiéndose la homosexualidad y restringiéndose el aborto y el divorcio. Según Hoffmann, de nuevo por la mentalidad militar: la natalidad era fundamental para la guerra y la industrialización.
TIRANÍA IDEOLÓGICA
Finalmente, las fuentes que utiliza el autor son en su mayoría secundarias. Recurre a historiadores y expertos en los temas concretos que trata en cada capítulo. Pero también echa mano de documentos de naturaleza primaria, tanto papeles de archivo, como memorias y cartas personales. Esto último es especialmente interesante, porque permite conocer la realidad de los ciudadanos soviéticos, frente a las intenciones de su líder. Y es un aspecto fundamental para entender las contradicciones del estalinismo, y de la mayoría de las ideologías totalitarias: éstas son perfectas en la cabeza de sus creadores, pero chocan con la realidad, que es por esencia compleja y misteriosa. En este sentido, conviene recordar una conocida expresión de Stalin, citada por Hoffmann, en la que se refirió a los poetas como los “ingenieros del alma”. Aunque sea una definición atractiva, encierra una antropología totalmente errónea: el alma no puede descomponerse en piezas para reprogramarse. La libertad que rige al ser humano, y el azar que hace lo propio con la Historia, lo impiden. Precisamente, una de las enseñanzas del estalinismo es lo peligroso de olvidar los límites de la razón humana, porque el dictador soviético también se consideró a sí mismo un ingeniero de la humanidad. Creía tener con el marxismo la clave de la Historia, y una comprensión infaliblemente científica de la mecánica de la sociedad. Pero con ello entró a forma parte de la galería histórica de los tiranos, que más allá de épocas y contextos, siempre están unidos por la ceguera que les impone su ideología.
LO