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PÍCAROS DE LA LENGUA

Fue gracias a unas preguntas que me llegaron vía una tesis abierta por lo que decidimos dedicar un seminario a una de las conferencias bartheanas, “La semantización del objeto”, lo que me produjo el deseo de recuperar algunos de sus textos en estos viajes-biblioteca diarios en el tren que me lleva y trae. Le tocó la relectura a la edición conjunta de “El placer del texto y Lección inaugural”.

Joaquín Mª Aguirre


La “Lección inaugural” se pronunció como posesión de la Cátedra de Semiología en el Colegio de Francia, el 7 de enero de 1977. En un momento, Barthes hace mención a unas palabras de Ernest Renan (1823-1892), otro inquilino del Colegio de Francia: “El francés, señoras y señores —decía en una conferencia—, jamás será la lengua del absurdo, y tampoco será una lengua reaccionaria. No puedo imaginar una reacción seria que tenga por órgano al francés”.

Los franceses han querido —o han sabido— ver en su lengua el espíritu de su racionalidad proverbial. Se han hecho construyendo su Literatura, sus ensayos, sus cartas… En la lengua han querido ver elevándose su propia esencia, lo francés. Pero una vez citada la frase de Renan, Barthes hace una crítica a lo dicho por el historiador, uno de los puntos de referencia intelectual francesa del siglo XIX, y señala sorprendentemente:

El error de Renan era histórico, no estructural; creía que la lengua francesa, formada —pensaba él— por la razón, obligaba a la expresión de una razón política que, en su espíritu, no podía ser sino democrática. Pero la lengua, como ejecución de todo lenguaje, no es ni reaccionaria ni progresista, es simplemente fascista, ya que el fascismo no consiste en impedir decir, sino en obligar a decir.

Desde que es proferida, así fuere en la más profunda intimidad del sujeto, la lengua ingresa al servicio de un poder. En ella, ineludiblemente, se dibujan dos rúbricas: la autoridad de la aserción, la gregariedad de la repetición. […]

El pasaje es de un enorme sentido sobre lo que significa “decir”, hablar dentro de un sistema que se caracteriza por estar reglado, por ser normativo, afirmativo en su forma primera. La Lengua es un sistema reglado que nos obliga a decir desde sus reglas.

Barthes califica esta condición como “fascista”, un obligar a decir. Servilismo y poder se dan en el lenguaje: acatamos la lengua para poder decir y ser entendidos por los otros.

La generación de los 50-60, Foucault o Barthes entre ellos, indagó mucho sobre el poder del discurso y el discurso del poder; sobre el lenguaje y la construcción del mundo y sobre la imposición del poder. Las décadas 50-70 son claramente políticas y recogerán sus frutos antes del cierre que llegará inmediatamente después, el aburrimiento académico.

Quizá la forma más clara de este principio del poder del lenguaje la enunció bastantes siglos antes Confucio. Señala Simon Leys, autor de la introducción a las Analectas:

Un día, un discípulo le preguntó: “Si un rey fuese a confiarte un territorio que pudieras gobernar conforme a tus ideas, ¿qué es lo primero que harías?”. Confucio respondió: “Mi primera tarea sería sin duda rectificar los nombres”. Al oír esto, el discípulo quedó intrigado: “¿Rectificar los nombres? ¿Y ésa sería tu primera prioridad? ¿Estás bromeando?” (Chesterton u Orwell, sin embargo, habrían entendido y aprobado inmediatamente la idea). Confucio tuvo que explicar: “Si los nombres no son correctos, si no están a la altura de las realidades, el lenguaje no tiene objeto. Si el lenguaje no tiene objeto, la acción se vuelve imposible y, por ello, todos los asuntos humanos se desintegran y su gobierno se vuelve sin sentido e imposible. De aquí que la primera tarea de un verdadero estadista sea rectificar los nombres”.

La mención a Orwell y a Chesterton no es mala. También ellos trataron del poder y de la palabra. “Rectificar” significa que la función del “poder” es realmente el control del lenguaje para asegurarse el dominio del sentido descendente, el sentido que impregna todo. Mandar y obedecer requieren de un lenguaje sin equívocos.

La Lengua, como nos recordó el sociólogo Pierre Bourdieu en su precioso libro ¿Qué significa hablar? (Akal 1985) es del Rey; los demás la usamos prestada. Para Confucio, como para nuestros sistemas de poder, la Lengua era del emperador, una herramienta para mantener el orden del universo y de quienes lo habitan. A cada cosa, su nombre; a cada nombre, su sentido. Y cada persona en su sitio.

¿Qué trataron de hacer las Vanguardias, de Dada al surrealismo, sino subvertir la autoridad del Lenguaje? ¡Qué juego le sacó a esto de subvertir el orden de las palabras Lewis Carroll con esas figuras autoritarias que, como la Reina de Corazones, imponen el sentido (o el sinsentido) a las palabras! ¡Y que le corten la cabeza al que discrepe! Sí, hay una lucha alrededor del lenguaje, una lucha que se nos escapa por entre los dedos.

En la segunda parte de la Lección inaugural, Barthes define la alternativa al orden dado. Solo hay una solución, dice Barthes:

Desgraciadamente, el lenguaje humano no tiene exterior: es un a puertas cerradas. Sólo se puede salir de él al precio de lo imposible: por la singularidad mística, según la describió Kierkegaard cuando definió el sacrificio de Abraham como un acto inaudito, vaciado de toda palabra incluso interior, dirigido contra la generalidad, la gregariedad, la moralidad del lenguaje; o también por el amén nietzscheano, que es como una sacudida jubilosa asestada al servilismo de la lengua, a eso que Deleuze llama su manto reactivo. Pero a nosotros, que no somos ni caballeros de la fe ni superhombres, sólo nos resta, si puedo así decirlo, hacer trampas con la lengua, hacerle trampas a la lengua. A esta fullería saludable, a esta esquiva y magnífica engañifa que permite escuchar a la lengua fuera del poder, en el esplendor de una revolución permanente del lenguaje, por mi parte yo la llamo: literatura. (Trad. Nicolás Rosa & Óscar Terán)

¡No creo que haya una mejor definición del sentido de lo literario, de la Literatura misma! Es la aventura liberadora del lenguaje, llevarlo más allá de lo primario, buscarle los huecos a través de la propia escritura. ¡Ni místicos ni superhombres!, nos dice. Quizá haya que ser un poco de los dos, solo un poco, para poder alejarse de la gravitación autoritaria del lenguaje. ¡Los pícaros de la Lengua! No es mala definición que aquí entenderemos bien, país de la Picaresca. El arte está precisamente en burlar el orden para encontrar ese placer de la transgresión, en hacer y deshacer en un solo movimiento, en ir más allá de lo esperado.

En estos tiempos en que nos centramos en historias ingeniosas y muchos no pasan de ahí, habría que pedir, suplicar si es necesario, que la aventura siga en el lenguaje, liberándonos de ese gregarismo que señalaba Barthes. Aprender realmente a escribir es aprender también a ser libre, a salir de lo gregario; hacer que otros lo sean a través de los efectos de las palabras sobre ellos.

¿Se ha agotado el Lenguaje, la Literatura, el Arte en su conjunto? No lo creo. Puede que nosotros sí, que sea más cómodo pensarlo de esta forma y simular que nadamos en aguas bravas mientras lo hacemos en una piscina removida artificialmente. Escribir lo pueden hacer muchos, incluso te pueden ayudar a ello. Pero la aventura es la aventura. Y la del Arte tiene dos caras, la liberación del autor y también la de aquellos que lo reciben y emergen cambiados, con otra mirada. Hay camino si el caminante tiene ánimo.

Como le dijo la anarquista Alicia a la Oruga: “Algunas palabras tal vez me han salido revueltas”.


LO

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