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HAROLD BLOOM SIGUE ENFADADO

“¡Ha muerto Harold Bloom!“, me lanzó Maica por el Messenger. “¡Vaya!”, contesta uno desde la impotencia que da saber que no podemos retener las cosas, ni detenernos a nosotros mismos a las puertas del instante bello. Todo se va, queda lo escrito. Se fue Harold Bloom; me queda mi Bloom. He tenido y tengo a Harold Bloom en mi programa de Crítica desde hace décadas.

Joaquín M. Aguirre. Foto portada: imagen del libro Cómo leer y por qué, Anagrama.


 

Me fascinó su obra sobre los románticos ingleses, un cambio en la perspectiva de los estudios y, como le ocurrió toda su vida, un ir contracorriente. Bloom remaba siempre en la dirección contraria a esta época en que le había tocado vivir. Se definía él mismo como un marginal, un outsider, pese a que le metieran en grupos que repudiaba. Mientras que a los demás les interesaban cuestiones relacionadas con el estructuralismo, el feminismo o los estudios culturales en los departamentos universitarios norteamericanos, a Bloom le seguía interesando lo que siempre le interesó: la belleza y la sabiduría. Es decir, lo que menos nos importa ya.

Pero no quiero que este texto sea una necrológica. En lo que a mí respecta, Bloom sigue igual de enfadado en alguna parte. Y hace bien en seguir enfadado. No estar enfadado con el mundo de hoy es ser un irresponsable. La actitud de Bloom es la de aquel que sigue junto a la única columna que se mantiene en pie.   

No quiero explicar sus teorías literarias, sino dejar algunas pequeñas muestras de quién era este hombre, un gran lector que vivía la Literatura con algo que no siempre se percibe: con respeto y asombro. Dejemos fuera nuestro concepto del “lector” como “alguien que lee”. Para Bloom eso sería una superficialidad, incluso un acto vanidoso. Leer es mucho más, esencialmente una lucha, un probarse, un esfuerzo titánico para ascender cumbres.

He encontrado en mi búsqueda este fragmento que creo que le describe y con el que me gustaría recordarle:

A lo que leo y enseño sólo le aplico tres criterios: Esplendor estético, fuerza intelectual y sabiduría. Las presiones sociales y las modas periodísticas pueden llegar a oscurecer estos criterios durante un tiempo, pero las obras con fecha de caducidad no perduran. La mente siempre retorna a su necesidad de belleza, verdad, discernimiento. La mortalidad acecha, y todos aprendemos que el tiempo siempre triunfa.

Lo encontramos en la obra que le dedicó a la “literatura sapiencial”, ¿Dónde se encuentra la sabiduría?, en el inicio del capítulo dedicado a la “Sabiduría“, al comienzo del libro. Los tres criterios que Bloom expresa son los de una persona que trasciende la visión superficial de la Literatura. Para él, por lo pronto, del mundo artístico le interesa lo que es capaz de trascender a su tiempo y que, más allá, le da forma.

Si tuviera que resaltar un aspecto de Bloom sería esa fe intensa sobre la capacidad de la Literatura para transformar al ser humano. No es una cuestión pedagógica, de programas escolares. Es, por contra, un hacerse frente a esos textos esenciales que son retos.

Bloom tenía un concepto de lo literario que no tiene nada que ver con la industria ni con las ventas ni con los egos de los autores o de los lectores adulados en el gusto. Sus conceptos esenciales son sobre belleza y sabiduría, algo que en nuestros tiempos del feísmo y la posverdad no dejan de ser un ir contracorriente

Bloom va al conflicto inicial (de eso trata parte del libro) de la disputa occidental entre quién debe educar al pueblo, si los poetas o los filósofos. Eso, traducido a conflicto antiguo, es seguir a Homero, el poeta que educó a los griegos, o seguir a Platón, quien expulsó de la República a los poetas por enseñar mitos, falsedades. No se le escapaba a Bloom la idea que Platón fue un fabricante de otro tipo de mitos.

El mundo de Bloom es relativamente sencillo. Los occidentales nos encontramos con unos enormes faros que nos iluminan en nuestro viaje existencial e histórico, personal y cultural. El mundo antiguo tiene a Homero, el poeta que los griegos amaban y a través del cual veían el mundo. “Los Evangelios“, dice Bloom, “son la última expresión del genio griego y La Iliada es el primero…”. Son, junto a unos pocos textos, los faros antiguos. Ellos forjaron Occidente y Occidente, griego, judío, cristiano, se forjó en ellos.

En el inicio del tercer capítulo, ya nos dice lo que es su idea:

Cervantes y Shakespeare comparten la supremacía entre todos los escritores occidentales desde el Renacimiento hasta ahora. Las personalidades ficticias de los últimos cuatro siglos son cervantinas o shakesperianas, o, más frecuentemente, una mezcla de ambas. En este libro quiero considerarlos como los maestros de la sabiduría en nuestra literatura moderna, al mismo nivel que el Eclesiastés y el libro de Job, Homero y Platón. La diferencia fundamental entre Cervantes y Shakespeare queda ejemplificada en la comparación entre don Quijote y Hamlet.

BELLEZA Y SABIDURÍA

Ese es el mundo de Bloom, el mundo de la belleza y de la sabiduría unidas, unos gigantes inagotables con los que poder luchar durante toda una vida. Otros escalan montañas y van de “ochomil” en “ochomil”. Para Bloom esos son los “ochomil” de la Literatura, que se han de coronar o caer gloriosamente en el intento.

No le interesan los felices valles. En ellos se vive de la sombra de los gigantes, por cuyas laderas bajan las aguas a fertilizar y dar vida.
Mucha gente entendió mal el concepto de “canon” y se enfadaban porque Bloom no hablaba de su obra nacional favorita en el texto que le hizo dar el salto al gran público, El canon occidental (1994). Confundían la idea de “canon” con la de “best seller” o quién sabe con qué.

Después de leer el párrafo citado anterior, solo puede considerarse indecorosamente ridículo el titular “El canon occidental de Harold Bloom que marginó la literatura en español”, con el que un diario madrileño anunciaba su muerte. Otros hablan del crítico “literario más influyente”, otra tontería enorme. Bloom vivió, pensó y gritó solo, una isla al margen del tiempo al que algunos gustaban provocar. Le metieron en casilleros que repudiaba solo por estar en la Universidad de Yale, pero así es el mundo de simple.

En realidad, Bloom tenía un concepto de lo literario que no casa con nuestras ideas literarias actuales. No tiene nada que ver con la industria ni con las ventas ni con los egos de los autores o de los lectores adulados en el gusto. Sus conceptos esenciales son sobre belleza y sabiduría, algo que en nuestros tiempos, los del feísmo y la posverdad, no dejan de ser un ir contracorriente.

Para Bloom, leer no es un acto social; es un desafío personal, un reto en el que elegimos gigantes o liliputienses para medirnos con ellos. Su texto más importante, desde la crítica y la teoría literaria es “La angustia de las influencias”, que le sirvió para proyectar la dinámica de la rivalidad entre los “autores fuertes” y los aspirantes a destronarles desde lo alto de las cimas de sus montañas. Hay autores arriesgados como hay lectores arriesgados.

No solo leer es un reto. También lo es escribir, enfrentarse a gigantes como Shakespeare y Cervantes, a los que se trata inútilmente de rendir.

Pero estos gigantes, los fundadores de nuestra visión del mundo, los que nos modelan, no se rinden fácilmente. Bloom solo concede grandeza cercana a los esenciales, a autores como Tólstoi, al que reconoce como próximo a los gigantes.

En los tiempos de obras para “dummies” y de “autoayuda“, Harold Bloom no podía menos que bufar. Por eso tenía esa ironía contra el mundo académico, el de la crítica, etc. Para cualquiera que quiera entender su triple propuesta — esplendor estético, fuerza intelectual y sabiduría— los fundamentos están claros. Si nos damos cuenta, son los tres que niega el mundo que hoy le alaba y le malinterpreta. Bloom creía en la belleza y en la sabiduría, en la fuerza que se desprende de una obras que producen el placer del asombro, como el que mira desde el nido del águila. Hay buenos escritores, hermosas obras…, pero no son esos gigantescos monumentos que nos han dado forma, individual y colectiva, la matriz, pese a no ser conscientes de ello.

Me quedo con una última frase de Bloom, cercana a esa propuesta de enseñanza, compromiso ético y vital: “¿De qué sirve la sabiduría si sólo puede alcanzarse en soledad, reflexionando sobre lo que hemos leído?”. Es tanto una pregunta como una respuesta. Quizá la sabiduría final, la que encontramos en esas obras de gigantes sea descubrir nuestra pequeñez, comprender que estamos dotados de la inteligencia suficiente para darnos cuenta del drama de la vida, de esa soledad que, como dijo el poeta Leopardi, ha de consolarse ya desde el momento de venir al mundo. Quizá la sabiduría sea eso. No es poco.


LO

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