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APRENDIENDO CON ATWOOD

En pocas obras he tenido una sensación tan intensa de vivir a través del filtro de las palabras como con la lectura de Desorden moral, de la novelista, poeta, ensayista y crítica Margaret Atwood, publicada en 2006. Usamos las palabras de forma muchas veces automática, sin pensar en cómo vivimos a través de ellas o como reflejamos a la vez nuestro interior cuando las escogemos para describir el mundo visto desde nuestra perspectiva cambiante.

Joaquín M. Aguirre. Foto portada: Liam Sharpe. Imágenes: Penguin Random House Canadá.


Somos sucesiones de estados de ánimo que se recuerdan de forma variada pero con la misma intensidad. La obra de Atwood nos muestra el juego de las palabras, cómo van cambiando de sentido en cada momento, cómo reflejan esas percepciones diferentes. El tiempo no solo cambia nuestras articulaciones y ritmo de vida, también cambia los significados de nuestro diccionario interno. “Ahora y en un santiamén no significan exactamente lo mismo que antes. Todo lleva más tiempo que antes”, nos dice en el primero de los relatos que componen esta obra unitaria. Y escribe un poco más adelante:

Lo que ahora nos define son los tiempos imperfectos: el pretérito imperfecto, «como entonces»; el futuro imperfecto, «aún». Vivimos en el pequeño recuadro existente entre ambos, un espacio en el que sólo muy recientemente hemos empezado a pensar como un «todavía», y que en realidad no es más pequeño que el recuadro correspondiente a cualquier otra persona.

Desorden moral no es una novela ni un libro de relatos. Es ambas cosas, una sucesión de estados en el tiempo con los que se construye la trayectoria de unas vidas cambiantes. Podemos percibir las sutilezas del manejo de las palabras, cómo se despliegan en la vida como si fuera un campo de batalla en el que se situaran estratégicamente para atacar y defenderse ante un mundo poblado por las palabras y los silencios de los otros. “La conversación implicaba más cosas, pero estas no se expresaron en voz alta”, nos dice sobre el valor de lo silenciado, lleno de significados en la relación de intimidad. Lo dicho, lo silenciado, ¿qué tiene más fuerza, qué hace más daño?

[…] Antes, esto podría haber sido una discusión. Ahora es un pasatiempo, como jugar al rummy.
—Somos afortunados —comenta Tig.
Sé lo que quiere decir. Quiere decir que los dos todavía estamos sentados aquí, en la cocina. Ninguno de los dos se ha ido. Aún.
—Sí, lo somos —convengo—. Vigila la tostada, se está quemando.

El arte novelesco es precisamente el que logra dar sentido a las palabras rutinarias. La obra de Atwood está llena de esas reflexiones sobre lo que significa o ha dejado de significar una frase en un contexto rutinario. Es a esa selección de lo manido a la que hay que dar sentido en el flujo de la historiaMuchas veces se olvida intentando hacer grandes frases, brillantes conjunciones de palabras.

Nada más alejado del espíritu de la novela, que busca la vida en su inmediatez. No se trata de encontrar vidas interesantes, sino de dar sentido a vidas vacías, al drama de la monotonía, de la supervivencia en la repetición constante de todo.

La crítica se empeña en muchas ocasiones en hacer personajes heroicos de seres vulgares. También el público gusta de las vidas exóticas, entretenidas, aventureras, añorando muchas veces lo que no tiene y queriendo salir de sus rutinas.

La obra de Atwood es antiheroica, lo que quiere decir que nos adentra en la profundidad de la vida con las mismas herramientas de que disponemos para movernos en ella, nuestra capacidad de entender a los demás y de entendernos a nosotros mismos, algo que no siempre es fácil.

Por eso el sentido de las palabras es tan importante, no como las define el diccionario, sino como la definen los hablantes en los contextos de sus propias vidas, en el tejido de relaciones con los otros, con los que creamos nuestros propios diccionarios compartidos. La novela de Margaret Atwood es un intento de hacer explícito ese mecanismo semántico que da sentido propio a cómo nos relacionamos con los otros a través de las palabras, de las frases hechas.

Uno de los personajes se pregunta por el sentido de tener que leer una serie de novelas para sus estudios, entre las que se encuentra Tess d’Uberville, la novela de Hardy. Es el relato “Mi última duquesa“, que comienza precisamente por la clase de Literatura interrogándose por el sentido del primer verso de una composición. El capítulo o relato está dedicado precisamente a la lucha por la comprensión de las palabras y de su importancia en la propia vida.

La Literatura se convierte, a los ojos del personaje, en un vehículo para experimentar esa comprensión del lenguaje, lo que esconde y revela simultáneamente. El capítulo se cierra con una suposición:

Esas mujeres —esas profesoras— no disponían de un método directo para transmitirnos ese mensaje, al menos de un modo que resultase claro para nosotros en lugar de tan enmarañado y oblicuo. Se trataba de algo que estaba oculto en el interior de las historias. (Trad. Francisco Rodríguez de Lecea)

La lucha con las palabras no es un lucha con los significados, sino una lucha con las intenciones, que son las que los determinan. Es lo que hacemos con ellas. El juego de la novela es dejarnos indagar sobre las intenciones a través de las palabras, aplicar los mecanismos que aplicamos en la vida con las mismas probabilidades de error. Sin garantías, sin Reales Academias que lo establezcan, las palabras son lazos entre nosotros. Igualmente, lo son en el universo cerrado que Atwood nos muestra en Desorden moral. Nuestra capacidad de comprensión es nuestra capacidad de supervivencia.

La lectura de la obra de Atwood es un aprendizaje, tal como la señorita Bessie, la profesora que les enseñaba a escudriñar el sentido de los versos, de la vida comprendida o incomprendida de las palabras. Son los ladrillos de las paredes imperfectas, llenas de humedades y resquebrajadas que forman nuestras vidas. Refugio.


LO

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